Fui a
la manifestación con pocas ganas porque, aunque compartía totalmente los
motivos de la protesta, me siento muy violento en tales situaciones: por mi
educación y mi natural modo de ser tengo una fuerte tendencia a la sumisión, a
la obediencia, al respeto de las jerarquías, y no soy nada rebelde ni
contestatario. Mi primer impulso siempre es conformarme, resignarme, acatar la
autoridad, obedecer y callar. Eso no quiere decir que no sea muy crítico con la
injusticia, pero soy más hombre de pensamiento que de acción y creo que sería
un pésimo revolucionario. Con todo, allá que fui de la mano de mi amigo Ángel,
que ese sí es un hombre comprometido y luchador. Una vez allí, en medio de la
multitud, enervado por la fuerza de la masa y el griterío de las consignas, fui
sustituyendo poco a poco mi desasosiego
inicial por un nuevo ímpetu que me hermanaba con el gentío y despertaba en mi
interior algo salvaje. En un momento dado, posiblemente por alguna
desafortunada intervención de los antidisturbios, se produjo una estampida y
todos echamos a correr. Entonces, súbitamente, entre el pánico general,
descubrí mi propia naturaleza, mi verdadero ser. Sentí la fuerza de mis pezuñas
afiladas, el poderío de mi testuz, mi cornamenta imponente, la emoción
ancestral de la carrera. Sentí mis desgreñadas crines al viento, la cola
empenachada arrancando de mi rabadilla, mis largas barbas colgando desde el
mentón hasta el pecho. Entonces comprendí la explicación a tanta insatisfacción
vital inexplicable, a tanta desgana de tantos momentos que a otros ilusionaban,
a tanta desidia como me embargaba en las horas bajas. ¡Yo era en realidad un
ñu! ¡Un ñu atrapado en un cuerpo de hombre! Me sentí feliz por la revelación
y prorrumpí en mugidos desatados y
galopé entre los manifestantes embargado de gozo, liberado de la carga absurda
de ser hombre, sintiendo en todos mis nervios las potencialidades maravillosas
de mi recién descubierta naturaleza de ñu. No tuve miedo, sino ilusión. Aunque
corría con dos piernas, sentía la fuerza de mis cuatro patas y en mi carrera
extasiada adelanté a todos y me puse al frente. Bufaba de orgullo de ñu y de
rabia contra los depredadores. Ese orgullo y esa rabia se me subieron violentamente
a la cabeza, a esa parte de la cabeza que yo sentía como mi arma más poderosa,
aunque de ella me hubiera privado mi equivocada anatomía humana. Y por eso,
llevado de un instinto irrefrenable que era mucho más poderoso que mi anterior
conciencia, me abalancé furiosamente y no dejé de dar cabezazos y más cabezazos
hasta partirle el pecho a aquel infortunado antidisturbios, señor juez.
Ocho veces demostrado
Hace 10 años