Cuando abro los ojos cada mañana lo primero que siento es alivio. Alivio por librarme de la pesadilla que estaba soñando y de la que todavía me acuerdo. Una pesadilla disparatada, absurda, inconcebible en la vigilia e invivible en la realidad, pero que en el sueño me atormenta con una nitidez espeluznante que me hace sudar y poco falta para que me haga hasta sangrar. A las pesadillas de la vida real, que a veces también son absurdas, por lo menos se las puede acometer con la realidad. Pero en el sueño ¿qué narices puedes hacer?
Por eso despertar es un alivio. Vivir es un alivio. Despierto con alegría y vivo con entusiasmo. Y no me acuesto con miedo. Al acostarme, ya no me acuerdo de la pesadilla matinal. En cuanto abro los ojos, reconozco mi habitación, me hago cargo de mi existencia y pongo un pie descalzo en el suelo frío para ir inmediatamente a mear, me libro de su rebaba. Podría decirse que la pesadilla la orino y a otra cosa mariposa. Se va a los mares del sur, o tal vez al éter, al tirar de la cadena. Tirar de la cadena es tirar de la cadena de la guillotina que la decapita. Ya no me acuerdo más.
Pero ahora me he acordado por casualidad y me preguntó de dónde narices vendrán estas pesadillas, a veces recurrentes, a veces novedosas, que me tiznan la almohada. ¿Vendrán de los recónditos repositorios de la infancia? ¿Las provocarán los sueños no realizados, las frustraciones consolidadas, las zozobras consuetudinarias, los traumas no reconocidos, los deseos insatisfechos, las verduras mal digeridas de la cena?
¿A qué ton, por ejemplo, esa pesadilla recurrente en que trato de llegar a tiempo a una sala que está en un pasillo con el que nunca doy por más que subo y bajo escaleras de una planta a otra y recorro de cabo a rabo todo el edificio?
O esa otra en que al volver a casa me planto al pie del ascensor pero no recuerdo ni en qué planta ni en qué piso vivo o si es que ya me he mudado de domicilio y no me acuerdo.
O aquella en que quiero volver en autobús desde el centro a mi barrio pero dudo qué autobús coger porque no recuerdo bien el número ni las paradas y al final me subo a uno que me lleva por un trayecto que no reconozco y me acaba dejando en un suburbio peligroso a merced de los delincuentes.
O esa en que quiero coger el metro y resulta que estoy en el andén contrario y quiero pasar al otro lado y me extravío en un laberinto de túneles y pasillos que anuncian todas las líneas menos la mía.
O aquella en la que paseo por una calle en la que han puesto una feria del libro antiguo y de ocasión con unas ofertas buenísimas y unos libros apreciadísimos que llevo buscando un montón de tiempo y que me desespero por comprar, pero por más que rebusco no llevo encima un puto euro (y por un euro me daban dos libros).
O la más real de todas, esa en la que vuelvo con mi familia a mi antiguo piso, el que vendí sin tener que haber vendido, aprovechando que se han ido de fin de semana sus actuales inquilinos, y abro la puerta con la llave que en la realidad no conservo, pero en el sueño sí, y allí que me meto y allí que me paso el fin de semana transido por la zozobra pensando que van a volver inesperadamente en cualquier momento y me van a pillar.
¿Tiene algún sentido que tu propio inconsciente te torture de esta manera? ¿Es de recibo que el domingo, en vez de a las siete y diez, como los días laborables, te quieras levantar a las diez y siete para descansar un poco más y te tengas que levantar a las ocho menos cuarto asqueado de las tonterías que estás soñando y de las que estás teniendo ya conciencia porque en vez de estar sumido en un sueño profundo estás flotando en una apestosa duermevela en la que eres consciente de lo que inconscientemente sueñas.
¡No hay derecho, hombre!