Tras impactantes experiencias, tras duras pruebas, tras arduos exorcismos, tras largas y procelosas peregrinaciones, que duraron varios años y dejaron en mi cuerpo un reguero de cicatrices y transformaron mi alma en un remanso de calma y serenidad, acudí satisfecho al maestro y le dije:
—Ya.
El maestro no se inmutó, como si llevara esperando ese monosílabo toda la eternidad, y con su habitual parsimonia me dijo, mientras se agachaba a apartar del camino de las hormigas una piedrecita que sin querer había empujado allí con la puntera de la sandalia:
—Aún es pronto. Hay que lijar los miedos congénitos, pulir la amabilidad, niquelar el valor, desenmarañar la zozobra nocturna…
Me quedé perplejo, pues me había ilusionado con otra respuesta, y sentí una punzada de decepción. Esa dolorosa punzada, precisamente, evidenciaba que, en efecto, aún era pronto. Así que continué durante otro largo tiempo mensurando infinitos, catalogando eternidades, vislumbrando nebulosas, destabicando laberintos y, lo más arduo de todo, conviviendo con el hombre común y con la mujer corriente.
Pero al cabo me sentí satisfecho de mí mismo y acudí de nuevo al maestro y le dije:
—Ya.
Sonrió. Sonrió como si contemplara a un niño ingenuo que le enseñara una hoja de papel y creyera haber logrado una gran hazaña por trazar un rayajo con un lápiz.
Su expresión era amable y su voz dulce, pero dijo:
—Aún es pronto. Persevera. No cejes todavía. Continúa, pues has avanzado mucho y ya estás más cerca.
Oír es obedecer. Pero me dolió oír y me costó obedecer. Eso mismo evidenció que aún era pronto. Así que seguí durante largo tiempo rellenando simas, instalando barandillas en los precipicios, balizando manantiales de paz, desecando ciénagas, ajardinando páramos y, lo más difícil de todo con mucha diferencia, conviviendo con la mujer común y con el hombre corriente.
Muchas veces me sentí satisfecho y estuve tentado de acudir al maestro; tomaba esa decisión, pero en el último instante me entraba la duda y no me atrevía. Hasta que un día el maestro me llamó.
Estaba acostado. Se le oía respirar con pesadez y tenía los ojos cerrados, pero al llegar yo los abrió. Una chispa de satisfacción brilló en ellos, esbozó una débil, pero rotunda sonrisa y, mientras expiraba, dijo:
—Ya.
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