Al niño acaban de
regalarle una libreta y un lápiz. Escribe en una hoja la palabra “pájaro” y, en
la ingenuidad de su infancia, la arranca y la arroja al aire. Como esperaba, la
hoja echa a volar.
En otra hoja escribe
la palabra “pez” y la tira al río. La hoja se sumerge y se aleja nadando a
favor de la corriente. Otra vez se han cumplido sus expectativas.
Convencido de que la
escritura configura la realidad, sigue llenando hojas y no para desde entonces,
solo que ya no son palabras aisladas, sino versos, frases, párrafos, capítulos.
Escribe, escribe, escribe, no se cansa, no puede cansarse, porque el mundo
todavía no es perfecto y hay que estar continuamente escribiendo,
reconfigurándole para que no se vuelva un disparate.
Hoy el niño sigue
siendo igual de ingenuo, pero es ya un anciano. Mañana viaja a Estocolmo a
recoger no sé qué premio.