Era yo el cuchillo
más antiguo de la casa. Yo rebané el pan y corté el jamón y el queso en la
merendilla de inauguración del piso cuando eran una parejita encantadora y muy
enamorada. Me usaban para todo: era yo el que picaba la verdura, yo el que
troceaba el pollo, yo el que pelaba la piña, yo el que partía en porciones la
tarta de cumpleaños. Con el tiempo tuvieron hijos y pasé también a preparar los
bocatas de los niños, a untar la nocilla en el pan, a rebanar el bizcocho del
desayuno. Era yo, sí, el preferido tanto del señor como de la señora y
disputaban por mí cuando coincidían en la cocina porque yo era el que mejor
cortaba. ¡Yo era el que partía el bacalao, qué narices!
¡Anda que no habrá
llorado veces conmigo la señora picando cebolla para hacer su suculento pisto
manchego o sus riquísimos sofritos! También ahora está llorando, pero no me da ninguna
pena, no la tengo ni pizca de lástima porque es una traidora y no me ha elegido
a mí para esta importante tarea, sino al otro, al nuevo, al advenedizo, al que
compró hace pocos días en secreto y en secreto escondió en el último cajón de
la cocina, ese malnacido que acaba de usurpar mi trono, ese bastardo al que
contemplo con rabia, con despecho, con envidia clavado hasta las cachas en el pecho
del señor.
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