Doroteo Altares se hizo beato ya de niño, en el internado, cuando fray Apapurcio le comió el coco con historias pías, como la del niño Guido de Fontgalland, y le regaló cuatro estampitas y dos escapularios y le hizo cofrade de la virgen de los 7 dolores. Ser cofrade de la virgen de los 7 dolores no era ninguna tontería, pues había que hacer 7 sacrificios diarios y rezar todos los días la corona de los siete dolores, que es como el rosario, pero de 7 en 7.
Tanto se aplicó en su beatería que se ganó a pulso el mote de “Curilla”, con el que los otros niños creían mortificarle y que para él era un título honorífico. A punto estuvo de irse al seminario a Badajoz, para ser cura y luego misionero en África y que le metieran los negritos en la olla y coronarse mártir y ganarse el cielo por la vía rápida, pero sus padres, labradores segovianos de la Segovia profunda, no lo consintieron, pues Badajoz estaba entonces muy lejos y el niño era muy pequeño: ya tendría tiempo de dar ese paso más adelante si le persistía la vocación.
La vocación le persistió inmaculada hasta que una tarde de verano, a la que subía a la iglesia a rezar el rosario, le trincó la Rosarito, la chavala más espabilada de su cuadrilla, que ya le tenía echado el ojo por buen mozo, y le arrastró hasta lo más profundo de la bodega de su abuelo, el tío Dionisio "Cachiche", que pillaba a la subida, y le enseñó a jugar a los médicos y le doctoró con cuatro inyecciones.
Esa tarde se perdió el rosario, y ya muchas otras, claro, tantas como la Rosarito quiso. Pero no todas, no tooooodas; que Doroteo Altares es hombre que sabe compaginar las churras con las merinas y los días de fiesta saca a pulso el pendón mayor que abre las procesiones, y luego, a la hora de la siesta, tras persignarse, la enciende a su Rosarito el cirio pascual.