Quise celebrar mi 60 cumpleaños invitando a 60 amigos. Los tengo. No es mérito mío, sino suyo. Hay gente así de desprendida, así de generosa.
Algunos no pudieron acudir en persona a la celebración por causas de fuerza mayor: habían fallecido. Eso pasó con mi amigo del alma Jesús Pinar o con mi amigo del corazón Enrique Sancho o con mi amigo de las entretelas Odilo Cid. Pero estaban allí en espíritu porque forman parte de mi espíritu, pues me ayudaron a modelarle. Vienen conmigo a dondequiera que voy. O a lo mejor son ellos los que me llevan.
Otros no estuvieron físicamente por diversas distorsiones del tiempo o del espacio. Algunos, por ejemplo, se quedaron resguardados en la infancia, pero afortunadamente, para los hombres sensatos, la infancia se prolonga en el resto de nuestra vida y dura hasta la muerte. Otros pertenecen a la etapa del internado, como César Matilla, por dar solo un nombre, y en ella permanecen inalterables, inolvidables, aunque el azar y el destino nos llevasen por caminos divergentes. Otros habitan el tiempo menos remoto de la universidad, como Jorge Juan Sainz Calvo, mi compañero de bancada, de paseos entre Moncloa y la Ciudad Universitaria, de apuntes, de trabajos y de mi primer suspenso universitario, por su culpa, que cogió mal los apuntes del examen mientras yo hacía la mili. Otros se quedaron en los barrios que habité, como Nacho, Cele, Fernando, Julio. De algunos me alejé, otros se alejaron de mí, pero el valor de la amistad que nos unió no le devalúan posteriores desavenencias.
No solo el tiempo, también el espacio me priva del contacto con amigos ausentes de los que solo puedo disfrutar en ciertos lugares donde coincidimos, como el pueblo. Es lo que me pasa con Mariano Lázaro Bermejo, que vive en Valladolid.
Podría hacer una lista con los 60. Los amigos del vecindario, como Ángel y Juana. Mis viejos amigos del instituto, como Ángel Rejas, Ángel Antolínez o Josemi; o los nuevos, como Maru, Paco, Alfre, Estrella, Jose Barba. Los amigos del pádel, como Pedro Ozores. Los del frontón, los del voleibol de las niñas, los de musculación, etc., etc., etc.
He sobrevivido a base de amigos. Sospecho que a todos les gustaría que les nombrase y me gustaría nombrar a los 60, pero entonces este texto sería tan farragoso que nadie le leería hasta el final.
Hubo un par de ellos que no estuvieron en el evento oficial porque con ellos hice celebración previa y privada. Eduardo Rico y Jose Vega son un archipiélago de dos islas al que navego con frecuencia en un bote nocturno en busca del jardín de las Hespérides.
Al evento oficial le dieron lustre los amigos que tengo más a mano, la cuadrilla, los que me vivifican con su trato frecuente. A estos sí que no hace falta ni nombrarlos, son cotidianos como el pan nuestro de cada día. Junto a ellos, mis hijos, algunos sobrinos, algunos cuñados que son como hermanos y un terceto de hermanas que quisieron sumar a ese invencible rango, el de hermanas, también el de amigas.
Cada amigo es único, irrepetible e imprescindible. Cada uno me da algo que solo él tiene y a lo mejor me lo da solo a mí. A cada uno le doy algo que solo él me saca y lo tengo solo para él. Ninguno sobra. Tampoco ninguno basta. Ninguno puede suplir a ninguno. De la conjunción de todos surge la maravilla.
Y entre todos, los allí presentes y también los ausentes pero bien presentes en mi conciencia, celebrose con gozo y algarabía mi entrada al último tercio. Celebrose con comilona y jolgorio en La Maltería de Móstoles, donde mi querido cuñado Guillermo, mi adorada concuñada Graciela y mi estimada amiga Laura pusieron todo su cariño y su buen hacer profesional para que llenásemos la panza de ricas viandas y el alma de memorables vivencias.
Siempre me pregunto lo mismo: ¿Cómo celebrarán su cumpleaños las gentes sin amigos?
Siempre me causa pasmo la misma cuestión: ¿Cómo puede sobrevivir una persona que no tiene amigos?
Gracias, amigos, por la transfusión permanente de sangre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario