domingo, 14 de abril de 2024

De pesca

Esa mañana madrugó muchísimo. Algunas especies de pez pican mejor a hora temprana. Allí se plantó, en la orilla derecha del río, frente al remanso donde se veían nadar gobios y bermejuelas. Nada. Subió para arriba, hacia la torrentera, donde podía haber alguna trucha. Nada. Bajó para abajo, hacia el bodón, el lugar más profundo del río, donde estaban los barbos más gordos. Nada. Pero bueno, no pasa nada. La diversión de la pesca está también en esto, en ir recorriendo el río en busca del mejor lugar para tirar la caña.

Se cambió de orilla. Nada. Para arriba y para abajo. Al espadañal y a la chorrera. Nada. Nada de nada.

A ver si va a ser el cebo. Quitó la lombriz y prendió el gusano de la carne. Nada. Quitó el gusano y puso la bola de pan. Nada. Quitó el pan y puso gusarapa. Nada. Puso babosa. Nada. Puso ova. Ni por esas.

Llegó el mediodía. Como todavía no había pescado nada no quiso pararse ni a tomar el almuerzo que llevaba en la fiambrera. Siguió pescando. De pesca, quiero decir, pero sin pescar nada.

Empezó a sentir fastidio. El sol de agosto le estaba quemando pero bien y ya le picaba el cuello enrojecido, una nube de mosquitos se ensañaba con él, las zarzas de la orilla le habían arañado brazos y piernas... Y los dichosos peces, que bien que se los veía nadar en el agua clara, ni puñetero caso.

¡A tomar pol saco!

Cogió la navaja que llevaba en la bolsa de pesca y en un arrebato se abrió una zanja en el pecho y se arrancó una pizca de corazón y lo puso de cebo. Lanzó la caña. No le dio tiempo al anzuelo ni a llegar al agua. Le atrapó en el aire y se le tragó hasta dentro una sirena pelirroja de 22 años y 56 quilos de peso que casualmente se bañaba esa tarde en el río.

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