Ya no podía más con las sombras de su mundo, que le tiznaban por fuera y por dentro. Esperó a que fuera noche cerrada, que es el momento propicio, cuando se abre el pozo de la noche en ciertos abismos, ciertos acantilados, ciertas cárcavas, y para allá que se fue, a un barranco que llaman del Olvido. Arrojó allí meticulosamente todas sus sombras, una tras otra, en un ritual que duró la noche entera y le extenuó la conciencia.
Al amanecer regresó. Nadie pudo sentirle. Era trasparente como un fantasma. No supo qué hacer. Para darse un respiro, se embozó en la niebla matutina confiando en haber resuelto, antes de que la disipara el sol, el arduo problema de qué ser.
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