domingo, 25 de agosto de 2024

¡Viva San Roque!

16 de agosto, San Roque. Fiesta mayor del pueblo. Misa solemne. Procesión del santo desde la iglesia hasta su ermita. La abre el pendón mayor, que es tan alto que su portador tiene que ir agachándole para no dar en los cables de la luz; sigue el santo en sus andas, que llevan a hombros cuatro mozos voluntarios. Detrás el cura y la feligresía. Aunque algunos no han ido a misa, salen a escondidillas de detrás de la cortina cuando la procesión llega a la altura de su casa. Solo quieren bailar la jota.

Cuando alguna pareja de danzantes se para delante del Santo con intención de arrancarse a bailar en su honor, la procesión también se para. Los músicos, dulzaina y tamboril, que acompañan al cura, empiezan a tocar la jota segoviana: que si la Tía Melitona, que si la jota del Quesique, que si Por el puente de Aranda y otras. Nuevos danzantes se suman a la hilera, todos aficionados, que levantan los brazos y echan la pata de acá para allá dando saltitos como Dios (y el Santo) les da a entender, porque la jota, por más segovianos que son, ni nadie se la enseñó a bailar, ni ninguno se molestó en aprenderla por su cuenta. Pero visto así, desde fuera y sin conocimiento de causa, queda muy aparente y muy bonito y muy folclórico y es la tradición más valiosa que conserva el pueblo.

Tras unas cuantas paradas para la danza —en la plaza, en la placituela, en las cuatro calles, en la cochera…— la procesión llega por fin a la puerta de la ermita, que está a las afueras del pueblo, y allí se para para dar comienzo a la subasta de los palos. Entonces el sacristán, que no es sacristán ni nada, porque el pueblo es pequeño y ya no tiene sacristán ni nada, ni cura siquiera, el cura es polaco, más grande que un oso y más rubicundo que nadie allí, que se le mira y enseguida se sabe que no es del pueblo…; pero esta es otra historia, que me voy por el cerro Colorao; volvamos al sacristán, que no es sacristán ni nada, pero por lo menos es el sobrino del antiguo sacristán, que ya murió y él asumió voluntariamente, y a mucha honra, las funciones de su cargo en lo tocante a la subasta. Entonces el sacristán alza la voz:

—¡¿Quién ofrece limosna por meter el palo izquierdo de alante de San roque en su ermita?!

Y una del pueblo, que lo tiene por tradición:

—¡50 euros!

—¡Ofrecen cincuenta euros por meter el palo izquierdo de alante de San roque en su ermita! ¿Hay quién dé más?... ¡A la una!... ¿Hay quién dé más?... A las dos. ¡Ofrecen cincuenta euros por meter el palo izquierdo de alante de San roque en su ermita! ¿Hay quién dé más?... A las tres. Adjudicado.

Y entonces la paisana acude a coger su palo derecho de alante y librar de él al voluntario, que después de las dos horas que viene durando la procesión ya tenía el brazo molido.

El sacristán continúa la subasta con el palo derecho de alante y el palo izquierdo de atrás, que ese es el orden, y con mayor o menor tardanza, a la una o a las dos o a las tres, los palos se van adjudicando a sus postores. Pero, ¡ay, amigo!, al llegar al palo derecho de atrás, da el sacristán su pregón y nadie ofrece. El sacristán se extraña, porque no ha sucedido nunca:

—¿No hay quién ofrezca limosna por meter el palo derecho de atrás de San Roque en su ermita?... ¿Se va a quedar el Santo sin entrar en su ermita?

Silencio sepulcral de los feligreses. Expectativa de los feligreses. A ver si alguien ofrece. Alguien está pensando en ofrecer, pero no se decide, le da apuro.

Más apuro tiene el sacristán, que nunca se ha visto en otra como esta. Intenta salir con una gracia:

—Pero, bueno, qué pasa. Si este año ha habido buena cosecha…

Nada.

Pero el sacristán es un hombre de recursos y su mente ya ha vislumbrado la solución.

— ¡¿Quién ofrece limosna por meter el palo derecho de atrás de San Roque en su ermita?... A las dos.

Y al tiempo hace con los ojos un gesto a su hija mozuela, allí presente, y ella dice con lenguaje juvenil:

—¡50 pavos!

Alivio del sacristán, del cura y de los concurrentes, porque si se queda el Santo sin meter en su ermita por falta de limosna, que no ha pasado nunca, ni en los años más pobres de la posguerra ni en los años más duros de la sequía o el pedrisco, sería la vergüenza del pueblo. Un pueblo en el que, por cierto, solo quedan dos agricultores y los demás, la mayoría, somos funcionarios venidos de Madrid con nuestros buenos sueldos fijos.

Por fin cada palo tiene su portador, por fin se levantan las andas para luego agacharse, porque para que el santo entre por la puerta de la ermita, que es baja, hay que agachar las andas. Por fin está el santo dentro de su ermita. Ahora queda lo más gordo, ver quién le mete en su hornacina.

—¡¿Alguien ofrece limosna por meter a San Roque Bendito en su trono?!

Pero aquí no hay problema porque alguien lo tenía ya pensado porque salió vivo de un grave accidente o le fue bien la operación del riñón o le nació un hijo o se le casó la hija o aprobó el yerno las oposiciones de profesor de instituto:

—¡500 euros!

Y no hay quién dé más ni tampoco quiere nadie hacer la competencia al oferente, que sus buenas razones tiene para meter al Santo, que es un pueblo tan pequeño que nos conocemos todos dos veces, de frente y por la espalda y a la que vamos y a la que volvemos.

El señor que ha ofrecido, que es mayor, por no decir viejo, manda a su hija que meta al Santo. La manda por no meterle él, que está ya un poco torpe con lo de la operación, y porque se luzca la niña, que es guapa, la jodía, y moza casadera. Si la saliese novio esta noche en la plaza matábamos dos pájaros de un tiro. Y si es del pueblo de al lao, pues casi mejor, así queda todo en la comarca.

Con apuro, con esfuerzo y con ayuda —que el santo pesa lo suyo— logra la niña meter al Santo en su trono. Y entonces grita, como manda la tradición:

—¡Viva San Roque!

—¡Vivaaaaa! —contesta todo el pueblo.

Y así acaba la cosa. Cada cual para su casa. Unos al vermú y otros a por el lechazo, que se echa encima la hora de comer.

El sacristán cierra la ermita y allí se queda San Roque con su perro rumiando sus cuitas: “En este pueblo ya no hay devoción, ¡cagüen la mar!. Este año por poco me quedo sin entrar en la ermita. El año que viene veremos a ver si me sacan.”

domingo, 18 de agosto de 2024

El abuelo Periquito

A eso del mediodía el abuelo Periquito monta en la burra y emprende el regreso a casa desde la huerta de El Pedazo, frondosa de frutales que riega con una noria: ciruelos, perales, manzanos, melocotoneros.

El padre le avista desde el bocino del sobrado, que da al río, y le ve llegar al puente. Es entonces cuando les dice a las niñas:

—¡Hala, hijas, acercaos a la huerta a por una cesta de zaraguaciles, que ya va el abuelo a casa a comer y a echarse la siesta!

Y es en la hora de la siesta, la hora de más calor del verano, cuando las niñas tienen que ir andando hasta la huerta, que está río abajo, a más de dos kilómetros, a robarle la fruta al abuelo.

A robarle la fruta al abuelo, sí, por orden del padre, que es el hijo del abuelo.

El abuelo Periquito es uno de los riquejos del pueblo, tanto que presta dinero al 22% de interés y cuando le viene en gana, sin ser fiesta ni nada, le encarga al panadero que le ase un cuarto de lechazo y se lo come tan ricamente a la puerta de la bodega con la abuela Eugenia.

Puede que el abuelo Periquito sea el más riquejo del pueblo y tiene una buena huerta que la da muchos serones de fruta, pero es mezquino sin necesidad y cuando las nietas y el nieto le ven llegar en la burra con los dos serones cargados y le piden fruta, él escoge cuatro manzanas agusanadas, cuatro peras golpeadas al caerse al suelo, cuatro ciruelas espachurradas y cuatro melocotones, los más magullados y con más macas, y eso es lo que las ofrece.

A su hijo, el padre, le da muchísima rabia que su padre sea así y por eso manda a las niñas a por fruta buena a la huerta mientras el abuelo duerme la siesta.

El abuelo no las ha pillado nunca. El día que las pille ya veremos a ver.

miércoles, 7 de agosto de 2024

Anunciación


El empleado de correos Ángel Sánchez de Dios llama al timbre del 3ºA. Abre la puerta María Gutiérrez, jovenzuela tímida, y la hace entrega de un certificado urgente: “Se la notifica que ha sido designada para ser madre de Dios. A la apertura de este envío concebirá por obra y gracia del Espíritu Santo. Contra la presente resolución no cabe recurso alguno”. Ella, dócil como es, firma el acuse de recibo, cierra la puerta y pone un guasap a José Carpintero, Pepe, su novio del instituto: “Lo snto, carñ, lo nstro s impsble”.

sábado, 3 de agosto de 2024

Más

—Maestro, ¿Cuánto debo amar?

—Más.

—¿Y odiar?

—Más.

—Pero ¿cómo puedo amar más y odiar más al mismo tiempo?

—Hay que amar más lo que es amable y odiar más lo que es odioso.

—Pero, si me acostumbro a amar, ¿no acabaré amando todo indistintamente? Y si me acostumbro a odiar, ¿no tendré tendencia a odiarlo todo sin considerar su naturaleza?

—Es lo que suele ocurrir. El que es bueno tiene tendencia a la bondad y se esfuerza en amar todo y a todos los que se encuentra a su paso. Ama lo bueno y lo malo indistintamente. Lo bueno lo ama con naturalidad y lo malo con esfuerzo, porque piensa que ese esfuerzo le hace mejor y que su bondad y su amor mejoran cuanto le rodea. Pero demasiado a menudo la maldad se nutre de la bondad, el amor y la tolerancia de los ingenuos.

—Entonces, ¿no es la bondad lo que perseguimos, maestro?

—No. Perseguimos la sabiduría. La sabiduría la necesitamos para procurar la justicia. La justicia es lo único que nos hace mejores y lo único que mejora el mundo y la vida.

—¿Qué debo hacer, pues, ante un hombre malvado? ¿Debo procurar amarle o debo esforzarme en odiarle?

—Debes procurar que no ejerza su maldad. Tu sabiduría, si tanta alcanzases, te dirá en cada caso si eso lo conseguirás con más amor o con más odio.

—Me parece muy difícil alcanzar esa sabiduría, maestro.

—Te parece muy difícil. Lo es todavía más.

Infinitos

El infinito parece ser que no tiene fin, pero sí principio: comienza en los ojos del que mira y en el corazón del que anhela. Además, no hay solo uno, sino muchos. Se producen terribles cataclismos cuando colisionan entre sí. Y cuando confluyen dos y se diluyen el uno en el otro y se nutren el uno al otro y se multiplican en una infinidad de infinitos, es entonces cuando la vida alcanza su auténtica dimensión, que también es infinita.