Chopin lleva a Polonia en el corazón. Por eso cuando se siente morir en París a sus 39 años, enfermo de tuberculosis, le pide a su hermana Ludwika que su corazón sea enterrado en Polonia. Pero Polonia no existe. Se la han repartido sus ávidos vecinos: Austria, Prusia y Rusia.
A su muerte, el doctor Jean Cruveilhier extrae el corazón al cadáver y, para conservarle, le mete en un frasco lleno de coñac. Ludwika es la encargada de llevarle clandestinamente a Varsovia, en poder de los rusos, y depositarle en la iglesia de la Santa Cruz.
Allí permanece como una reliquia hasta el Levantamiento de Varsovia contra los nazis en 1944. Es el propio general de las SS que ordena el bombardeo de la ciudad, amante de la música de Chopin, el que retira el frasco de la iglesia para evitar su destrucción.
El tarro con el corazón de Chopin pasa entonces de mano en mano hasta acabar en las del cardenal polaco. No vuelve a ser depositado en su devastada iglesia hasta octubre de 1945, tras la caída de los nazis y en medio de la celebración patriótica, pues es el principal símbolo del nacionalismo polaco.
Pero tras el proceloso peregrinaje del frasco surge una terrible duda: ¿el corazón que encierra sigue siendo verdaderamente el de Chopin?
Algunas autoridades proponen un análisis de ADN; otras, y la familia, se niegan rotundamente. ¿Quién quiere correr el riesgo de descubrir que el corazón que veneran no es el de Chopin, el hijo más sublime de Polonia, el artista más excelso que Polonia ha legado a la Humanidad?
Aunque no lo fuera, no importaría. El corazón de Chopin sigue latiendo en el corazón de todos y cada uno de los polacos, y en el corazón de todos y cada uno de los melómanos.
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