Podría haber muerto de una picadura de víbora en su pueblo de Burgos. Podría haber muerto de la dentellada de un lobo sobre la yugular en la Sierra de la Culebra. Podría haber muerto despedazado entre las garras de un oso pardo en los Picos de Europa. Podría haber muerto despeñado siguiendo a la cabra hispánica por la Sierra de Gredos. Podría haber muerto entre las mandíbulas de una anaconda o un caimán en la tórrida llanura venezolana.
Y se fue a morir en Shaktoolik, en la fría y blanca Alaska —¡qué lugar más hermoso para morir!—, dentro del vientre de un halcón peregrino metálico que se precipitó sobre la dura tierra helada del Círculo Polar Ártico.
Iba a filmar la más famosa carrera de trineos arrastrados por perros y la perra y rastrera muerte lo arrastró en su trineo justo el día en que cumplía 52 años.
Rompió a llorar el fantasma de Jack London, que vagaba por la nieve. Lloraron los inuits de Shaktoolik. Lloraron los burgaleses de Poza de la Sal. Lloramos todos los españoles que aprendimos a amar la naturaleza viendo en la tele El hombre y la tierra. Lloraron en el cielo las aves y en la tierra los mamíferos y los reptiles. Lloraron los anfibios en sus charcas y sus ríos. Lloraron hasta los peces de las fosas abisales. Lloraron sin consuelo posible absolutamente todas las criaturas del universo.
Y el que más lloró, sin duda, fue el lirón careto, pobrecillo, que despertó sobresaltado de su letargo en el hueco de un roble, estremecido por el aullido desconsolado y lúgubre de los lobos.
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