Estaba yo tan pancho en mi departamento de Lengua Castellana y Literatura corrigiendo el primer parcial de la 1ª evaluación de 2º de Bachillerato, leyendo meticulosamente las argumentaciones sobre si los castigos ayudan o no ayudan a educar a los niños, y señalando metódicamente todas las faltas de ortografía, encerrando la palabreja mal escrita en un circulillo rojo, cuando llaman intempestivamente a la puerta.
Era doña Matilde. Doña Matilde Diacrítica, Tilde a secas para los amigos. Venía hecha un basilisco.
—¡Hombre, doña Matilde! Pase, pase. ¿Qué la trae por aquí?
—¡Vengo a presentar una reclamación!
—¿Una reclamación? ¿Y eso por qué?
—Porque ya estamos otra vez como todos los cursos, don Adrián. ¡Que los niños no me respetan, leñe! Que me ningunean, que pasan de mí, como dicen ellos, que no me ponen sobre la vocal que me corresponde ni por equivocación. Y me da mucha rabia, narices, porque encima a mi hermana melliza, la otra Matilde, no digo yo que la hagan tampoco mucho caso, pero por lo menos se acuerdan de ponerla de vez en cuando en las esdrújulas y en las agudas acabadas en –ón.
—¿Y qué quiere que yo le haga, doña Matilde?
—¿Pero es que no me explica usted o qué?
—Yo la explico a usted dos o tres veces por semana y con absoluto rigor lingüístico y con claridad meridiana y les cuento lo importante que es usted y que sin usted no podríamos distinguir a algunas palabras homónimas homófonas pero no homógrafas gracias a usted, y que agradecidísimos teníamos que estarla, y les pongo de ejemplo que allá donde voy me preguntan de dónde vengo, y otros mil ejemplos por el estilo que me saco yo de mi magín y con los que yo disfruto muchísimo porque yo a usted la quiero con locura, doña Matilde; yo a usted, doña Matilde, después de a mi santa madre, a mi divina esposa, a mis hermana, a mis tías paternas y maternas y a tres o cuatro amigas que tengo por ahí, es sin lugar a dudas la mujer a la que más quiero. Y no lo digo por decir, doña Matilde, que obras son amores y no buenas razones, y yo a usted la he dedicado horas y horas en esas aulas de Dios a lo largo de mis ya 36 años de profesión docente, y siempre hablando de usted en el mejor tono, con la mayor reverencia y dejando traslucir al alumnado impávido el profundo cariño que la profeso.
—Pero, entonces… ¿es que esos muchachos no tienen vergüenza ninguna?
—Pues yo no sé si tienen o no tienen vergüenza, doña Matilde, porque yo no sé si alguien sabe ya en estos tiempos que corren lo que es la vergüenza ni para qué sirve, si es que sirve para algo, aunque usted y yo sí que la tengamos, desde luego, y a mucha honra. No se lo tome usted a mal, doña Matilde, que no es nada personal. Esos muchachos y esas muchachas a lo mejor sí que tienen vergüenza, pero es que también tienen TikTok, Instagram, Facebook, Youtube y otras mil porquerías que les sorben los sesos, y usted y yo les importamos muy poco. Yo, por ejemplo, solo les importo algo el día que doy las notas. Hasta ese día, como que no existo. Y usted les importa algo también ese mismo día, cuando les entrego corregido el examen y ven que les he descontado de la nota una décima por cada vez que usted no aparece, por ejemplo, en un pronombre o un adverbio interrogativo, ¡fíjese si la aprecio yo a usted!
—No sé, no sé… Yo lo que veo es que a usted se le va la fuerza por la boca diciendo que me explica mucho y que me aprecia mucho, pero no me soluciona nada. ¡jubílese ya, hombre!
—Pues mire, doña Matilde, si me lo dice usted así, tan fresca, la digo que a lo mejor lo hago. Pero usted ándese con mucho cuidado y no se ponga tan exigentona, que a lo mejor a la que la jubilan es a usted, porque como a estos muchachos les dé por lanzar en internet una petición a la RAE para que la eliminen de la ortografía, como ya la quitaron a usted de la palabra solo cuando equivale a solamente, va usted apañada; vamos, que pasa a mejor vida.
—¡No me diga! ¿Eso pueden hacerlo?
—Sí la digo. Eso pueden hacerlo y todo lo que se les ocurra. En cuanto que digan que es usted discriminatoria por hache o por y griega y reúnan cuatro o cinco millones de firmas digitales y salgan a darles la razón dos o tres escritorzuelos tertulianos que quieran ganárselos, tiene usted los minutos contados.
—¡Glub! No lo había pensado.
—Pues hay que pensar más, que por pensar todavía no cobran y a veces hasta pagan. Así que no meta usted mucha bulla, disfrute discretamente de su bien ganado prestigio y del respeto de cuantos la admiramos sinceramente y no se meta con estos chavalejos que parecen inofensivos, pero que si les tocas mucho las narices te echan encima a sus padres y a sus madres, y sus padres algunos son concejales y sus madres algunas son abogadas y apañaos estamos si tenemos que darles audiencia a todos para explicarles por qué tenemos recogida en la programación didáctica de la asignatura que descontamos una décima por cada falta de ortografía, siempre con el límite máximo de dos puntos, claro, para no hacer sangre.
—Pues usted perdone, entonces, don Adrián. Haga como que yo no he venido aquí a protestar esta mañana. ¡Que no se entere nadie, por Dios! Voy a la cafetería a tomar un café a ver si se me pasa el susto. Dejo el suyo pagado, don Adrián.
—¡Vaya con Dios y con Nebrija, doña Matilde!
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