Le pregunto a mi amigo Feliberto que si es xenófobo y me dice que ni por asomo, que a él le gustan muchísimo las tetas, incluso más que los culos.
Le explico que no quiere decir eso, que la xenofobia es el racismo, y añade que menos todavía, porque le gustan todavía más las tetas de las negras que las de las blancas, porque le recuerdan al chocolate que le hacía su abuela de pequeño.
¡Qué burráncano es mi amigo Feliberto! No se lo toméis a mal. Es que no tiene estudios. No pudo ir al instituto, y no porque no fuera inteligente, que es más listo que los ratones coloraos. El que no fue tan listo fue su padre, que, en vez de darle estudios, le mandó a arar las tierras con el tractor siendo todavía un chavalejo, que no tenía ni carné de conducir, mientras él se quedaba tan pancho en la bodega bebiendo vino de cosecha y comiendo arenques ahumados algunos días, y otros chorizo butagueño, y otros torreznillos que le freía la Isidora, su mujer, y otros jurel en escabeche. Poco le preocupaba a pie de cuba el futuro de su hijo. No como a mi padre, sin ir más lejos, que renunció a que yo le ayudara en el campo con la labranza y se echó él todo el trabajo a cuestas para que yo pudiera ir al internado de los frailes a estudiar la EGB y el BUP, y luego a Madrid a estudiar primero el COU en el instituto de Orcasitas y luego la carrera en la Complutense. Una carrera que se llamaba Filología Hispánica y mi padre no sabía ni lo que era y me dijo un día: “Pero, hijo, ¿por qué no estudias una carrera normal y te haces médico o abogado, como todo el mundo?” Le repliqué que a mí me gustaba eso y ya no se metió en más.
Pero bueno, esa es mi historia y no la de Filiberto. Y la de Filiberto venía por la xenofobia. Y la xenofobia viene porque se ha instalado en el pueblo una familia marroquí y algunos desconfían. ¡Pero qué vas a desconfiar si él, que se llama Nabil, viene de pastor para el Eusebio, que está ya cascado de tanto andar a la intemperie con el rebaño y no encuentra por estos contornos quien le eche una mano, lo primero porque por estos contornos no queda un alma joven y lo segundo porque las almas jóvenes pastores no quieren ser, quieren ser raperos; y ella, que se llama Maja, viene a trabajar en la fábrica de queso y yogures de leche de oveja churra, a echar una mano a la Faustina, emprendedora rural, que ha tenido los santos güevos de hacerse empresaria en un pueblo de cincuenta habitantes, jubilados la mayoría, así que a ver de dónde sacaba si no a la empleada que necesita, que ella sola con todo no puede!
Encima, esta parejita foránea aporta al pueblo cuatro chavalejos para que corran por las calles y tropiecen con los cantos, porque son los únicos, que no hay otros, aquí no quedan ya más que viejos.
Total, que la xenofobia creo yo que no procede en este caso. Se han metido a vivir en la casa vieja de la tía Teodora, que se la ha dejado gratis porque se estaba cayendo y tiene la esperanza de que la adecenten un poco y la hagan cuatro arreglos para que así por lo menos no se hunda, que sería una pena, que es la casa en que nació.
Si no quieren ir a misa, que no vayan. ¡Si la mitad de los domingos no vamos ni nosotros, con cualquier excusa! Al vermú no falta nadie, eso sí. Estos tampoco irán al vermú, por lo que se ve. Si no quieren comer chorizo ni beber vino, pues que ni lo coman ni lo beban, ellos se lo pierden. Aunque eso me gustaría a mí verlo en cuanto lleven aquí tres meses y les invite a merendar en la bodega el tío Aniceto y les saque el jarro de vino de cosecha que le ha salido este año del majuelo ese de Valdesendino, que da una uva que pa qué, mezcla de negra aragonesa y blanca valenciana. O cuando les ponga debajo de las narices el plato de choricillo casero de la matanza, que lo adoba la tía Genara con una mano que ya la quisiera el mejor pelotari; y, sobre todo, con mucho magro de los jamones delanteros y poco tocino, lo justito para que ahueque un poco, y buen pimentón que le trae de su pueblo de La Vera la Lucre, que es extremeña y se casó con mi primo Pedro por recomendación del pastor merinero que hacía la trashumancia; pero esa es otra historia que a lo mejor la cuento otro día. El caso es que el chorizo casero de la tía Genara no tiene nada que ver con el comprao, que es todo sebo disimulado con colorantes.
A lo que iba, coñe, que me desvío: que si el Nabil este tiene huevos a subir un par de veces a la bodega del tío Aniceto y no catar el chorizo ni pingar del jarro, pues ole sus güevos y ole su religión, que yo por tan poca cosa no me voy a hacer xenófobo, ¡y mira que soy patriotero y defiendo a muerte por dondequiera que vaya el vino y el chorizo de mi pueblo!
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