sábado, 25 de enero de 2014

Secuencia



Él la mira y ella le sonríe. Él se acerca a hablarla y ella le atiende. Él emprende el arriesgado vuelo amoroso y ella le da alas. Él la corteja durante un tiempo y ella, sin abrir todavía la puerta del todo, deja siempre una rendija. Hasta que él se declara apasionadamente y ella asiente y corresponde. Él la regala un anillo, ella pone el dedo y la ternura. Él se casa con ella y ella se casa con él. Los padres de él dan la entrada para el piso, los padres de ella pagan las primeras letras. Él hace la cena mientras ella acude a sus clases en la Escuela Oficial de Idiomas, ella friega los cacharros mientras él ve la televisión en la cocina. Él la coge por la cintura, ella le echa los brazos al cuello. Él la besa, ella no solo se deja besar, sino que le besa a su vez. Él la preña, ella pare a los mellizos. Él los cambia los pañales y los baña, ella los amamanta. Él los lleva a la guardería, ella los recoge. Él los lleva al colegio, ella a los entrenamientos. Él los lleva al instituto, ella al médico cuando se enferman. Él los lleva a la universidad, ella al aeropuerto. A él le jode que se tengan que irse a trabajar al extranjero, a ella le llena de orgullo que sean pediatras en Bristol. Él la mira y la dice que ha cogido unos quilos de más y ella le sonríe y le contesta que para hacer juego con su calva. Él se acerca  y la dice que la quiere, ella le sigue sonriendo y alega que eso no es nada nuevo. Él dice que son ya casi dos viejos, ella repone que eso qué importa si son felices. Él pregunta si de verdad ella es feliz o lo dice solo para contentarle. Ella pregunta que si está tonto o qué le pasa. Él la abraza, ella le besa. Él la acaricia, ella empieza a desabotonarse la blusa…

Y el desamor se escurre por el fregadero harto de acechar y no ver manera de interrumpir esta secuencia.   

domingo, 19 de enero de 2014

EL AMOR NO ENTIENDE DE NATURALEZAS



Con razón dicen que el amor no entiende de razas ni de edades ni de credos, ni de condición social, a lo cual añadiría yo que ni siquiera entiende de naturalezas, como bien ilustra el raro y curioso caso de Celedonio Romero, que expongo a su consideración.

            Celedonio Romero, como muchos maridos, empezó a tener problemas con su mujer por el espinoso asunto de la limpieza doméstica de los sábados por la mañana. Él no veía el polvo donde su mujer vislumbraba ya la mugre, y a él le parecía un sacrilegio desperdiciar la mañana del sábado en limpiar lo que, a su juicio, no estaba tan sucio; mientras a su mujer le parecía un desastre que las capas de suciedad se fueran acumulando unas sobre otras semana tras semana. Estas diferencias de criterio higiénico enturbiaban la convivencia familiar y estropeaban la buena disposición con que habitualmente acogen las parejas la llegada del fin de semana, prometedor de ocios, siestas, cenas con amigos y veladas de sexo relajante.

            Al cabo comprendió Celedonio que si quería solventar de una vez por todas esa permanente fuente de conflicto, no le quedaba más remedio que someterse a las pulcras de su mujer y agarrarse cada sábado por la mañana a la aspiradora dale que te dale al parqué y a las alfombras; y, en efecto, así lo hizo y, de resultas, comenzó a experimentar una serie de sensaciones, le empezaron a abordar unos sentimientos desasosegantes que al principio se negaba a aceptar, pero que con el paso de las semanas se hicieron evidentes e irrechazables. Por fin tuvo Celedonio que hacerse cargo de la situación: había caído perdidamente enamorado de su aspiradora Bosh Sphera 30 (2000 W) color negro. Las tediosas mañanas sabatinas de limpieza pasaron a ser jornadas de tierno idilio con el aparato, al que paseaba por la casa cogidito del brazo como si fuese una grácil princesa mientras ella iba ingiriendo pelos y pelusas al compás del armonioso runruneo de su motor, que despedía por el turgente abdomen cálidas vaharadas de aire. ¡Con qué ternura la conducía él, para no lastimarla, por los pasillos de la casa! ¡Con qué impecable técnica la aplicaba a los rincones en que pensaban refugiarse las más recalcitrantes pelusillas! ¡Qué regocijo interno le invadía cuando ella engullía un papelillo miserable que rondaba por el pasillo o cuando se tragaba minuciosamente las migajas de pan del suelo de la cocina! Se quedaba entonces satisfecho como una madre cuando su bebé se termina todo el potito.

            Tal grado de pasión alcanzaron sus amoríos que estaba deseando llegar a casa para encontrarse con su amante y ahora, para sorpresa de su mujer, pasaba la aspiradora todas las tardes nada más venir del trabajo. El encuentro comenzaba con un efusivo abrazo medio disimulado mientras la sacaba del armario empotrado, y luego ¡hala!, a pasear por la casa cogiditos de la mano. Pero el estrecho mundo de un piso se les quedó pequeño y Celedonio, para poder sacar de su encierro a su amada, extendió la limpieza primero al rellano, luego a toda la escalera y finalmente al portal del edificio, para grata sorpresa de sus vecinos; y acabó por sacarla a la calle aspirando la parte de acera aledaña al portal en la extensión que le permitía la longitud del cable.

            Su mujer creyó que había cogido la enfermedad esa de obsesionarse con la limpieza, pero pensó que no le venía mal del todo ese tipo de enfermedad y que ya se le pasaría. Por supuesto, no sospechaba nada de la adúltera relación.

            Celedonio había tenido ya algún conato de amante que no había llegado a cuajar porque le desasosegaba sobremanera y le complicaba la vida, poniendo en riesgo su matrimonio, que valoraba como todo lo que es estable, pues no era amante del riesgo, de la aventura ni del vértigo, y rechazó, por ejemplo, la propuesta de su primo Gervasio, que le invitaba a tirarse en paracaídas (con monitor, claro) desde 5.000 m. de altura.

            Sin embargo, con la Bosch todo iba como la seda. Su mujer no sospechaba nada ni veía malicia alguna y, en todo caso, más bien alentaba esa relación, ignorante de la profundidad sentimental que escondía. Incluso la echó Celedonio al maletero del coche cuando fueron a pasar el fin de semana al Parador de Zamora por su aniversario de boda; y ante la extrañeza del recepcionista alegó que era hiperalérgico a los ácaros del polvo y que tenía que pasar siempre la aspiradora antes de acostarse para poder dormir sin riesgo, con lo que el recepcionista le rogó que, por favor, no se acostase demasiado tarde, no fuese a quejarse del ruido algún otro huésped. A su mujer la dijo que no se fiaba ni un pelo de la limpieza de los hoteles, por muy paradores y muy nacionales que fueran; y ella, aunque algo protestó, acabó pensando que ojalá todas las locuras fueran como aquella..

            Pero la locura de amor de Celedonio hacía que también quisiera a veces estar con su amada aspiradora a solas. Por eso se la llevaba algunos días al trabajo y, alegando que tenía que terminar alguna tarea, se quedaba en la oficina por la tarde cuando todos se habían marchado ya. Entonces bajaba al aparcamiento, sacaba del maletero a su querida, la subía a la oficina y pasaban juntos un par de horas en arrumacos de amor con el deleitoso saborcillo de lo prohibido.

            Pero el destino no quiere que ninguna dicha sea demasiado larga ni ninguna felicidad completa y por eso un mal día, al ir a enchufarla, la aspiradora pegó un pedo (¡qué expresión más horrenda, pero más concluyente!) y reventó. Ahí veréis al pobre Celedonio tratando desesperadamente de reanimarla con caricias melosas, desenchufando y volviendo a enchufar, comprobando los plomos, no sea cosa de la luz, volteando a su diosa de plástico para hacerla el boca a boca. Pero nada. Ahí veréis al mustio Celedonio dirigirse lánguidamente, pero todavía con un brote de esperaza, al servicio técnico. Ahí le veréis derrotar la mirada, humillar la cabeza, desvencijar los hombros, encorvar la columna, abatir los brazos y flaquear las piernas cuando el operario le confirma que es el motor, el corazón, que está chamuscado, que no tiene remedio, que hay que tirarla y comprar otra nueva. ¡Otra! ¡Como si diese igual una que otra! Ahí veréis al desolado Celedonio dirigirse compungido al Depósito Municipal de Residuos Sólidos llevando en brazos el cadáver de su amada, estampar en su carcasa un último y amargo beso, entregar su cadáver al apático e indiferente operario, firmar el estadillo de entrega, el acta de defunción, y contemplar con harto dolor cómo el insensible obrero la arroja sin más ceremonia al contenedor blanco, el de los electrodomésticos.

            Ese sábado no se hizo limpieza en casa de Celedonio. Pero tan sólo una semana de duelo le concedió su mujer, que al sábado siguiente ya estaba achuchando y no le quedó más remedio que acercarse al hipermercado a comprar una aspiradora nueva, otra Bosch Sphera 30 (2000 W) color negro, idéntica en apariencia a la difunta. Pero todo fue enchufarla y comprobar al instante que no era ella por más que se le parecía, que no le hacía vibrar como la otra, que no se estremecía al cogerla del brazo, que su amada había muerto y esto no era más que una vulgar aspiradora que sólo servía para hacer tediosamente la limpieza y para hacer tediosa la vida. Quedó demostrado así que uno no se enamora genéricamente, por ejemplo, de las rubias o de las aspiradoras, sino de lo específico de un individuo o de un objeto, por más en serie que haya sido fabricado, de lo que le hace único entre los de su clase y distinto a todos los demás, por ejemplo de la 3ª de las quintillizas, y de ninguna de las otras; o de una  rubia
entre las rubias, llamada Marilín; o de una Bosch Sphera 30 (2000 W) color negro, sin nombre concreto pero única e irrepetible entre todas las Bosch Sphera 30 (2000 W) color negro.  

domingo, 12 de enero de 2014


Adrián

Desde que me pusieron Adrián no he tenido más remedio que ser Adrián y ya estoy bastante harto. A veces he querido ser otro distinto, pero me ha sido completamente imposible. De pequeño, por ejemplo, les decía a mis hermanos: “Ahora voy a ser Viriato”, y me llamaban Viriato un ratito, pero luego volvían a llamarme Adrián como si lo de ser Viriato fuese únicamente un juego. Por eso a veces me aislaba, para poder ser quien me diera la gana. Me escondía en el sobrao y entonces era Séneca; pero tarde o temprano me llamaba mi madre para cenar al grito de ¡Adriaaaaaaaán! Y me devolvía a mi ser Adrián. Encima, a medida que fui creciendo cada vez era más difícil ser otro, pues la gente que te ha conocido una vez como Adrián ya quiere verte siempre como Adrián porque así es más fácil para ellos y se sienten más seguros. La gente, al final, es muy conservadora. Yo no puedo llegar a mi pueblo y decir: “Soy Agustín”, porque todos dirían: “¿Pero qué dices, Adrián?”. Aunque intentase actuar como otro, emborracharme, por ejemplo, no por eso dejaría de ser Adrián. Dirían: “Es Adrián, que se ha emborrachado. ¿Cómo se habrá emborrachado Adrián? ¡Qué raro!”. Pero no se les pasaría por la cabeza concebir que soy Agustín.

Cuando fui al internado aproveché y dije: “Ahora que aquí nadie me conoce, voy a ser Filípides”. Pero fracasé estrepitosamente porque los frailes tenían una lista en la que ponía Adrián y desde el primer momento no me dejaron ser otro. Al venir a Madrid me pasó lo mismo. “Aquí que hay tanta gente —me dije—, puedo ser cualquiera; así que voy a ser Rescesvinto”. Eso duró hasta que me crucé en el metro, por pura casualidad, con uno de mi pueblo que iba a Cuatro Caminos a ver a su tía Eufrasia y me espetó: “¡Hombre, Adrián, ¿cómo tú por aquí?”

Estoy seguro de que si me fuera a lo más profundo del Amazonas a vivir entre los yanomamis con un taparrabos, cortándome el pelo a su estilo tazón, haciéndome sus tatuajes y escarificaciones y dándome un nombre indígena como, por ejemplo, Raiyogua, tarde o temprano pasaría por allí alguien que ya me conoce y diría con sorpresa: “¡Pero, coño: si es Adrián!” y vuelta la burra al trigo.

No hay manera de poder ser otro. Y lo más trágico de esta terrible situación es que ni la muerte puede remediarlo. Estoy seguro de que si me muriera no se les ocurriría otra cosa que poner en mi tumba: “Aquí yace Adrián”. Y si resucitase dirían con asombro y espanto: “¿Sabes que ha resucitado Adrián?” Y ni se les pasaría por la cabeza que Adrián murió y el que ha resucitado es Anacleto. 

domingo, 5 de enero de 2014


Noche de Reyes

La Navidad no es una época especialmente agradable para las madres solteras porque van a los centros comerciales y ven a tantos niños jugando con tantos padres que sienten en la propia carne la merma de sus hijos. Con todo, María se esfuerza y va a Parquesur de compras navideñas y mira tú por dónde ya están instalados los Reyes Magos en el pasillo central para que los niños les echen la carta. Entonces le dice a su hijo aprovecha Jesusín y Jesusín aprovecha y pregunta a su madre que qué Rey la gusta más; y la madre, hombre, por gustarme me gusta más el negro que es más joven y macizo; y Jesusín redacta entonces la carta en el modelo que allí mismo se facilita, que viene directamente para rellenar, pero tacha el encabezamiento de Queridos Reyes Magos y pone Querido Baltasar y va y hace cola en la fila del negro y cuando el negro le sienta en las rodillas, él le da la carta y le dice mira, esa es mi madre, y la señala y el negro levanta la cara hacia ella y la saluda y la sonríe y Mari contesta y saluda y sonríe porque todo lo que haga ilusión a su hijo se la hace también a ella.

En el silencio de la noche de Reyes suena el timbre a las cuatro de la mañana. ¡Dios mío! ¿Quién narices será a estas horas?, piensa María y se levanta de la cama y se calza las zapatillas y se pone la bata y acude a la puerta y mira por la mirilla y apenas ve nada porque el pasillo está en penumbra y pone la cadenilla y entreabre la puerta y por la rendija ve la sonrisa del negro y el negro le entrega una carta y ella la abre y reconoce la letra de Jesusín y lee Querido Baltasar para estos reyes yo solo quiero un padre y tú a mi madre le gustas; y María abre entonces la boca muy sorprendida y abre los ojos mucho mucho y mira al negro yo también estoy solo, señora; y se queda pensando pensando pensando; pensando en Jesusín, pensando en ella, pensando en los Reyes Magos, que ya no volverán hasta el año que viene, y quita la cadenilla y abre la puerta y dice pase usted y el rey Baltasar, que ahora no va vestido de rey, sino de inmigrante ilegal, pasa y ella cierra la puerta y dice siéntese usted por favor, está tiritando, debe hacer mucho frío ahí afuera, ¿Quiere una taza de café calentito? Por favor, dice el rey y Jesusín lo escucha con los pies descalzos sobre el parqué frío desde la puerta de su habitación y sonríe para sus adentros y se vuelve a la cama sin hacer ruido y se arropa mucho y se duerme muy contento porque sabe que este año sí que han venido de verdad los Reyes Magos.