Con razón dicen que el amor no entiende de razas ni de
edades ni de credos, ni de condición social, a lo cual añadiría yo que ni
siquiera entiende de naturalezas, como bien ilustra el raro y curioso caso de
Celedonio Romero, que expongo a su consideración.
Celedonio
Romero, como muchos maridos, empezó a tener problemas con su mujer por el
espinoso asunto de la limpieza doméstica de los sábados por la mañana. Él no
veía el polvo donde su mujer vislumbraba ya la mugre, y a él le parecía un
sacrilegio desperdiciar la mañana del sábado en limpiar lo que, a su juicio, no
estaba tan sucio; mientras a su mujer le parecía un desastre que las capas de
suciedad se fueran acumulando unas sobre otras semana tras semana. Estas diferencias
de criterio higiénico enturbiaban la convivencia familiar y estropeaban la
buena disposición con que habitualmente acogen las parejas la llegada del fin
de semana, prometedor de ocios, siestas, cenas con amigos y veladas de sexo
relajante.
Al cabo comprendió
Celedonio que si quería solventar de una vez por todas esa permanente fuente de
conflicto, no le quedaba más remedio que someterse a las pulcras de su mujer y
agarrarse cada sábado por la mañana a la aspiradora dale que te dale al parqué
y a las alfombras; y, en efecto, así lo hizo y, de resultas, comenzó a
experimentar una serie de sensaciones, le empezaron a abordar unos sentimientos
desasosegantes que al principio se negaba a aceptar, pero que con el paso de
las semanas se hicieron evidentes e irrechazables. Por fin tuvo Celedonio que hacerse
cargo de la situación: había caído perdidamente enamorado de su aspiradora Bosh
Sphera 30 (2000 W) color negro. Las tediosas mañanas sabatinas de limpieza
pasaron a ser jornadas de tierno idilio con el aparato, al que paseaba por la
casa cogidito del brazo como si fuese una grácil princesa mientras ella iba
ingiriendo pelos y pelusas al compás del armonioso runruneo de su motor, que
despedía por el turgente abdomen cálidas vaharadas de aire. ¡Con qué ternura la
conducía él, para no lastimarla, por los pasillos de la casa! ¡Con qué
impecable técnica la aplicaba a los rincones en que pensaban refugiarse las más
recalcitrantes pelusillas! ¡Qué regocijo interno le invadía cuando ella
engullía un papelillo miserable que rondaba por el pasillo o cuando se tragaba
minuciosamente las migajas de pan del suelo de la cocina! Se quedaba entonces
satisfecho como una madre cuando su bebé se termina todo el potito.
Tal grado
de pasión alcanzaron sus amoríos que estaba deseando llegar a casa para
encontrarse con su amante y ahora, para sorpresa de su mujer, pasaba la
aspiradora todas las tardes nada más venir del trabajo. El encuentro comenzaba
con un efusivo abrazo medio disimulado mientras la sacaba del armario empotrado,
y luego ¡hala!, a pasear por la casa cogiditos de la mano. Pero el estrecho
mundo de un piso se les quedó pequeño y Celedonio, para poder sacar de su
encierro a su amada, extendió la limpieza primero al rellano, luego a toda la
escalera y finalmente al portal del edificio, para grata sorpresa de sus
vecinos; y acabó por sacarla a la calle aspirando la parte de acera aledaña al
portal en la extensión que le permitía la longitud del cable.
Su mujer
creyó que había cogido la enfermedad esa de obsesionarse con la limpieza, pero
pensó que no le venía mal del todo ese tipo de enfermedad y que ya se le
pasaría. Por supuesto, no sospechaba nada de la adúltera relación.
Celedonio
había tenido ya algún conato de amante que no había llegado a cuajar porque le
desasosegaba sobremanera y le complicaba la vida, poniendo en riesgo su
matrimonio, que valoraba como todo lo que es estable, pues no era amante del
riesgo, de la aventura ni del vértigo, y rechazó, por ejemplo, la propuesta de
su primo Gervasio, que le invitaba a tirarse en paracaídas (con monitor, claro)
desde 5.000 m.
de altura.
Sin
embargo, con la Bosch
todo iba como la seda. Su mujer no sospechaba nada ni veía malicia alguna y, en
todo caso, más bien alentaba esa relación, ignorante de la profundidad sentimental
que escondía. Incluso la echó Celedonio al maletero del coche cuando fueron a
pasar el fin de semana al Parador de Zamora por su aniversario de boda; y ante
la extrañeza del recepcionista alegó que era hiperalérgico a los ácaros del
polvo y que tenía que pasar siempre la aspiradora antes de acostarse para poder
dormir sin riesgo, con lo que el recepcionista le rogó que, por favor, no se
acostase demasiado tarde, no fuese a quejarse del ruido algún otro huésped. A
su mujer la dijo que no se fiaba ni un pelo de la limpieza de los hoteles, por
muy paradores y muy nacionales que fueran; y ella, aunque algo protestó, acabó
pensando que ojalá todas las locuras fueran como aquella..
Pero la
locura de amor de Celedonio hacía que también quisiera a veces estar con su
amada aspiradora a solas. Por eso se la llevaba algunos días al trabajo y,
alegando que tenía que terminar alguna tarea, se quedaba en la oficina por la
tarde cuando todos se habían marchado ya. Entonces bajaba al aparcamiento,
sacaba del maletero a su querida, la subía a la oficina y pasaban juntos un par
de horas en arrumacos de amor con el deleitoso saborcillo de lo prohibido.
Pero el
destino no quiere que ninguna dicha sea demasiado larga ni ninguna felicidad
completa y por eso un mal día, al ir a enchufarla, la aspiradora pegó un pedo
(¡qué expresión más horrenda, pero más concluyente!) y reventó. Ahí veréis al
pobre Celedonio tratando desesperadamente de reanimarla con caricias melosas,
desenchufando y volviendo a enchufar, comprobando los plomos, no sea cosa de la
luz, volteando a su diosa de plástico para hacerla el boca a boca. Pero nada.
Ahí veréis al mustio Celedonio dirigirse lánguidamente, pero todavía con un
brote de esperaza, al servicio técnico. Ahí le veréis derrotar la mirada, humillar
la cabeza, desvencijar los hombros, encorvar la columna, abatir los brazos y
flaquear las piernas cuando el operario le confirma que es el motor, el
corazón, que está chamuscado, que no tiene remedio, que hay que tirarla y
comprar otra nueva. ¡Otra! ¡Como si diese igual una que otra! Ahí veréis al
desolado Celedonio dirigirse compungido al Depósito Municipal de Residuos
Sólidos llevando en brazos el cadáver de su amada, estampar en su carcasa un
último y amargo beso, entregar su cadáver al apático e indiferente operario,
firmar el estadillo de entrega, el acta de defunción, y contemplar con harto
dolor cómo el insensible obrero la arroja sin más ceremonia al contenedor
blanco, el de los electrodomésticos.
Ese sábado
no se hizo limpieza en casa de Celedonio. Pero tan sólo una semana de duelo le
concedió su mujer, que al sábado siguiente ya estaba achuchando y no le quedó
más remedio que acercarse al hipermercado a comprar una aspiradora nueva, otra
Bosch Sphera 30 (2000 W) color negro, idéntica en apariencia a la difunta. Pero
todo fue enchufarla y comprobar al instante que no era ella por más que se le
parecía, que no le hacía vibrar como la otra, que no se estremecía al cogerla
del brazo, que su amada había muerto y esto no era más que una vulgar aspiradora
que sólo servía para hacer tediosamente la limpieza y para hacer tediosa la
vida. Quedó demostrado así que uno no se enamora genéricamente, por ejemplo, de
las rubias o de las aspiradoras, sino de lo específico de un individuo o de un
objeto, por más en serie que haya sido fabricado, de lo que le hace único entre
los de su clase y distinto a todos los demás, por ejemplo de la 3ª de las
quintillizas, y de ninguna de las otras; o de una rubia
entre las rubias, llamada Marilín; o de una Bosch Sphera 30
(2000 W) color negro, sin nombre concreto pero única e irrepetible entre todas
las Bosch Sphera 30 (2000 W) color negro.