Cuentan las crónicas antiguas que
el mayor impostor de su tiempo fue Clodoveo de Valdesimontes, que se sacó un
ojo y se hizo pasar por Virginio el Tuerto, que había acudido a la Guerra de los Tres Lustros
contra los Lerdutanos, para poder gozar así de su joven y bella esposa, de la
que asegura el juglar que tenía los pezones tan dulces que cuando salía a la
calle tenía que ir espantando a las avispas.
Y yo, Gertrudo de Liria, así lo
afirmo también y doy fe de esta crónica y pido que se me crea por la bien
ganada fama que tengo de historiador verdadero, y recomiendo que no se haga
caso de esa otra versión maldicente y pícara que anda difundiendo cierto juglar
malicioso (al que parió su madre en una pocilga y enseguida fue lamido por los
cerdos).
Refiere este puerco mentiroso que
el verdadero impostor fue Virginio el Tuerto, que cuando se esteró de que
estaban reclutando a la gente para la guerra, fingió que se había clavado una
astilla de roble en el ojo izquierdo al partir un tronco, pues era leñador, para
librarse del combate; y así se pasó siete años, con el ojo cerrado, hasta que
al octavo fingió que había sanado por la intercesión de la curandera Eufrasia
(con la que le unían lazos de parentesco que se prestan a cualquier conchabamiento,
pues no en vano era la hermanastra menor de una hija ilegítima de su abuelo, y,
por tanto, casi tía suya) y abrió el ojo tuerto y marchó al campo de batalla
con el resto de la hueste para luego, un día de borrachera, contar entre la
soldadesca (¡ojalá le hubiera comido la lengua alguno de aquellos cerdos que
vieron nacer al juglar que lo refiere!) que en realidad prefería luchar con el
enemigo en campo pedregoso antes que con su fogosa mujer entre los entallados y
discretos trigales de su aldea, acusándola indignamente de tener las entrañas
poseídas de un diabólico fuego que no pudo saciar en su día ni la verga del
torito Garnacho (¡Dios castigue semejante blasfemia!), el semental de la aldea,
famoso en toda la comarca tanto por su mansedumbre y docilidad, pues se dejaba
acariciar entre los cuernos por los niños, como porque rara era la vaca en la
que no había engendrado terneros mellizos.
Mas esta crónica sea tenida por
apócrifa y no la crean los hombres de buena fe. Y el que la creyere sea
condenado, por maldecir de la mujer, a no encontrar nunca a ninguna dispuesta,
ni por gusto ni por pago, para honrar en su compañía a Dios mediante el
deleitoso goce de la carne, que nada tiene de pecaminoso si se practica con
amor y generosidad, como bien enseñan los filósofos paganos antiguos y, entre
los cristianos, especialmente San Joderto, quien, a pesar de vivir amancebado
hasta el fin de sus días con una moza de ubres generosas, fue elevado al
paraíso por una cohorte de ángeles desnudos sin pasar su cuerpo por la
podredumbre de la tierra.
El Señor se apiade del que dice
la verdad.