domingo, 23 de febrero de 2014

Cementerio Central

  
Paso largas horas en el Cementerio Central de Praga rezando de pie frente a la tumba del poeta Ferenz Dukay, a quien no conocí en vida y con el que no me une ningún vínculo. Cuando cae la noche y me vence el sueño, me quedo profundamente dormido, creo que de pie. Sin embargo, cuando despierto me hallo tumbado dentro de un ataúd y tengo conciencia de ser el poeta Ferenz Dukay y me siento angustiado no solo por haber sido enterrado vivo, sino también por haber muerto con un terrible crimen sin confesar y no poder, por tanto, alcanzar la salvación. En mi desesperación, grito cuanto puedo y araño la madera de la caja hasta arrancarme las uñas. Al fin, rendido, extenuado, me quedo dormido tumbado como estoy. Sin embargo, cuando despierto me hallo de pie rezando frente a la tumba del poeta Ferenz Dukay. Podría huir de allí, pero algo me impele a rezar sin parar, consciente de que el difunto necesita imperiosamente mis oraciones para expiar algún pecado que desconozco, pero que debe de ser muy grave, un pecado mortal que le está impidiendo la entrada en el paraíso. Cuando cae la noche y me vence el sueño, me quedo profundamente dormido, creo que de pie. Esta es mi vida. O mi muerte, júzguenlo ustedes. Yo ya no lo sé.

domingo, 16 de febrero de 2014

SONETO DE AMOR Nº 17


            Te quiero tanto que no soy tu dueño

Te quiero tanto que no soy tu dueño;
te quiero tanto que no soy tu esclavo,
que no tengo derecho a tener celos
ni obligación de quedarme a tu lado.

Te quiero tanto que no te contrato
como reposo y solaz del guerrero.
Te quiero tanto que no te prometo
quererte más que puede un ser humano.

Si buscas quien te ahogue en un abrazo,
quien te beba la sangre en cada beso
con promesas que no están en su mano,

aprieta el paso y sigue tu camino,
que no quiero volverme tan mezquino
que al final convierta el amor en eso.





domingo, 9 de febrero de 2014

El precipicio



Fui al precipicio con ánimo de arrojarme, aunque sin ánimo de lucro, pero era fin de semana y estaba lleno de domingueros.

—¿El último, por favor? —pregunté.

—Coja número —me contestó una chica con el corazón partido. Así lo hice.

—¿Y usted por qué se suicida, señorita, con lo guapa que es?

—Porque me ha dejado mi novio.

—¡Pero, mujer, no la costaría nada encontrar otro.

—Ya, pero el fracaso del primer amor ya no hay quien me lo quite y habría de vivir toda la vida con esa mácula

—La mancha de una mora con otra se quita.

—¿Usted cree?

—Se lo aseguro. Y estoy dispuesto a demostrárselo con hechos fehacientes. Véngase conmigo, enamórese de mí y si a los quince días no es feliz la devuelvo su dinero.

—¡Ah, pero ¿hay que pagar?!

—¡Era una broma, tonta!

—Pues hala, vamos. Total, para suicidarse siempre hay tiempo. Y la próxima vez, si acaso, vengo en lunes, que por lo menos no habrá cola.

domingo, 2 de febrero de 2014

IMPOSTORES


Cuentan las crónicas antiguas que el mayor impostor de su tiempo fue Clodoveo de Valdesimontes, que se sacó un ojo y se hizo pasar por Virginio el Tuerto, que había acudido a la Guerra de los Tres Lustros contra los Lerdutanos, para poder gozar así de su joven y bella esposa, de la que asegura el juglar que tenía los pezones tan dulces que cuando salía a la calle tenía que ir espantando a las avispas.

Y yo, Gertrudo de Liria, así lo afirmo también y doy fe de esta crónica y pido que se me crea por la bien ganada fama que tengo de historiador verdadero, y recomiendo que no se haga caso de esa otra versión maldicente y pícara que anda difundiendo cierto juglar malicioso (al que parió su madre en una pocilga y enseguida fue lamido por los cerdos).

Refiere este puerco mentiroso que el verdadero impostor fue Virginio el Tuerto, que cuando se esteró de que estaban reclutando a la gente para la guerra, fingió que se había clavado una astilla de roble en el ojo izquierdo al partir un tronco, pues era leñador, para librarse del combate; y así se pasó siete años, con el ojo cerrado, hasta que al octavo fingió que había sanado por la intercesión de la curandera Eufrasia (con la que le unían lazos de parentesco que se prestan a cualquier conchabamiento, pues no en vano era la hermanastra menor de una hija ilegítima de su abuelo, y, por tanto, casi tía suya) y abrió el ojo tuerto y marchó al campo de batalla con el resto de la hueste para luego, un día de borrachera, contar entre la soldadesca (¡ojalá le hubiera comido la lengua alguno de aquellos cerdos que vieron nacer al juglar que lo refiere!) que en realidad prefería luchar con el enemigo en campo pedregoso antes que con su fogosa mujer entre los entallados y discretos trigales de su aldea, acusándola indignamente de tener las entrañas poseídas de un diabólico fuego que no pudo saciar en su día ni la verga del torito Garnacho (¡Dios castigue semejante blasfemia!), el semental de la aldea, famoso en toda la comarca tanto por su mansedumbre y docilidad, pues se dejaba acariciar entre los cuernos por los niños, como porque rara era la vaca en la que no había engendrado terneros mellizos.

Mas esta crónica sea tenida por apócrifa y no la crean los hombres de buena fe. Y el que la creyere sea condenado, por maldecir de la mujer, a no encontrar nunca a ninguna dispuesta, ni por gusto ni por pago, para honrar en su compañía a Dios mediante el deleitoso goce de la carne, que nada tiene de pecaminoso si se practica con amor y generosidad, como bien enseñan los filósofos paganos antiguos y, entre los cristianos, especialmente San Joderto, quien, a pesar de vivir amancebado hasta el fin de sus días con una moza de ubres generosas, fue elevado al paraíso por una cohorte de ángeles desnudos sin pasar su cuerpo por la podredumbre de la tierra.

El Señor se apiade del que dice la verdad.