Alguna explicación racional tenía que tener la sucesión de
desgracias que me venían sucediendo desde hacía tiempo. Primero me despidieron
de la gasolinera con la reducción de plantilla, a pesar de que era yo el más
antiguo. Luego me dejó Alba, mi prometida, con las invitaciones ya mandadas
para la boda, repentinamente enamorada de Pablo, el que había sido mi mejor
amigo desde la guardería. A continuación se destapó el escándalo de las
preferentes, donde había colocado todos mis ahorros, y entonces se descubrió
que había sido una monumental estafa y que esos cabrones me habían dejado en la
ruina. Otro día se me quedó el coche sin agua a la que venía para casa y me
salió ardiendo en mitad de la M 30.
Al siguiente, Cuqui, mi perrita pequinesa, debió de comer por la calle algo que
la sentaría mal y murió de cólico, según dijo el veterinario. Al otro día
reventó una tubería del agua y se me inundó el piso. Y para colmo, desde hacía
una semana tenía unas migrañas horrorosas que no me dejaban vivir.
Pero lo comprendí todo al cruzarme en el portal con la
vieja del 5º y reparar en su mirada aviesa
—me mira así desde que me opuse al cambio de ascensor, que está muy
viejo y se avería cada dos por tres, pero a mí me la pela porque vivo en el
bajo—, su pelo enmarañado y sucio, su nariz ganchuda, su mamola prominente y
con verrugas, su vestimenta astrosa y su figura encorvada, completamente
deformada por la chepa.
Ayer por la mañana me la volví a encontrar al subir al
trastero a por la caja de herramientas para desatascar el lavabo. El ascensor
sigue averiado y ella bajaba por la escalera.
A veces para que las cosas mejoren hay que darlas un
ligero empujoncito.
Hoy ya me encuentro mucho mejor. Me han llamado de la
gasolinera para readmitirme. No me duele la cabeza y he quedado con los otros
vecinos para ir esta tarde juntos al entierro.
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