El homínido mira a la hembra y nota que le gusta mucho. La
hembra también le mira a él de vez en cuando, siempre a hurtadillas porque
pertenece al jefe. El homínido comprende que si quiere a la hembra tendrá que
matar al jefe en algún momento; a traición, por supuesto, porque el jefe es más
fuerte y más feroz que él. Como no es más que un homínido, todavía no ha
desarrollado suficientemente su conciencia moral y no siente ninguna repugnancia ante ideas
tales como la traición o el asesinato. Así que anda siempre al acecho y un día,
durante una partida de caza, al paso por un escarpado desfiladero, empuja
disimuladamente al jefe y le despeña. El cadáver no puede ser recuperado. De
regreso a la caverna, ella hace que llora con los ojos, pero sonríe con el
corazón mientras él la abraza y hace como que la consuela cuando en verdad la
acaricia. Esa misma noche yacen justos y la posee y luego se queda plácidamente
dormido. Pero cerca del alba se despierta sobresaltado, aterrado, sudoroso y
sin comprender: el jefe ha venido a vengarse, ha visto su fiero rostro ante él,
ha sentido su aliento. Ella, a la que ha despertado con sus gritos de pánico,
le acaricia, le tranquiliza, le susurra que vuelva a dormirse. Él lo intenta,
pero no lo consigue porque ya es un hombre. Aunque no lo sabe, esa noche ha
dado un paso de gigante en la evolución humana y ya es capaz de sentir el ácido
escozor del remordimiento.
Ocho veces demostrado
Hace 10 años
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