domingo, 27 de julio de 2014

El niño perdido


Cualquiera hubiera pensado que era un niño extraviado en la feria porque era muy pequeño y estaba solo entre el bullicio. Yo fue lo primero que pensé y me quedé vigilándolo mientras escrutaba a su alrededor en busca de unos padres apurados, pero nadie por allí parecía echar de menos a un hijo. Me fijé además en que él caminaba despreocupado, moviéndose con soltura entre la gente como si supiese perfectamente hacia dónde se dirigía y dando de vez en cuando un mordisco a la manzana caramelizada que llevaba en la mano. Le seguí y empecé a sospechar al fijarme en cómo evitaba el roce de la gente, pero salí de dudas cuando abandonó la calle de las atracciones y se dirigió a la explanada en que estaba instalado el Gran Circo. Fue hacia la parte trasera, donde estaban los carromatos. Se acercó a la jaula del tigre de Bengala, metió por completo el brazo entre los barrotes y le ofreció la manzana. Por un instante sospeché el zarpazo y
 entreví el brazo infantil arrancado de cuajo, pero el tigre reculó al punto, hizo un mohín, agachó las orejas y luego, como el niño insistía en su ofrecimiento riéndose con unas carcajadas malsanas y pavorosas, por completo impropias de una criatura de su edad, empezó a revolverse en la jaula como aturdido y a golpearse contra los barrotes del lado opuesto. Entonces ya no tuve ninguna duda sobre la identidad de aquel niño y me alejé de allí como alma que lleva el diablo, pero huyendo precisamente de él.

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