El suicida no quería suicidarse al tuntún, sino hacer las cosas bien y
seguir el protocolo, así que se fue a buscar a la muerte a su residencia de
verano, pues tal era la estación. La encontró en bikini al borde de la piscina,
sí, pero nada morena; al contrario, más pálida que la muerte, valga la
redundancia. La muerte se sobresaltó, pues normalmente era ella la que buscaba
a las personas y no la gustaba que irrumpieran en su intimidad e interrumpieran
su descanso. Con todo, hizo de tripas corazón, se puso la bata para cubrir su
espeluznante desnudez, entró a buscar los papeles a su escritorio, firmó y
rubricó el salvoconducto de aquel cretino y le despidió con viento fresco.
Luego descolgó el teléfono y llamó a una conocida empresa de seguridad
solicitando un servicio de vigilancia privada: este episodio de intrusismo no
se volvería a repetir. A continuación se colocó al borde de la piscina, dejó
caer la bata y se zambulló con alivio en el agua recreándose en la gozosa sensación de la corriente colándose en sus
cuencas vacías y deslizándose por los huecos de sus costillas. “También la
muerte ha de tener sus días de asueto, qué narices”, pensaba para sí misma
mientras buceaba tétricamente bella; ágil y dúctil como la raspa de una
pescadilla recién devorada.
Ocho veces demostrado
Hace 10 años
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