A la entrada del metro de Sol hay un mendigo arrodillado y con la
espalda al aire. A su lado un letrero escrito sobre un cartón reza: “Latigazos
a 10 céntimos”. El desdichado suplica a los viandantes y algunos, pocos, se
apiadan de él, echan la moneda y le aplican el castigo. Está condenado por la
justicia a vivir de su salario y su salario es éste. Muchos días apenas recauda
para un bocadillo, que ha de comerse sin poder recostar la espalda lastimada.
Aún así, no despierta la caridad de la gente, que, llevada hasta el hastío del
engaño y la traición, ni olvida ni perdona. El mendigo solloza, se agarra a las
piernas de los transeúntes, contrito, desgarrado. Lejos quedaron para él los
días de la tarjeta opaca, de las comisiones fraudulentas, de los sobresueldos
no declarados, del coche oficial y de las cuentas millonarias en Suiza. Ahora
ocupa el último escalafón de la escala social en la
Nueva Era Regenerada: el de los políticos convictos
de corrupción.