Me desperté
en la bañera, me despojé de la túnica y los coturnos con los que habitualmente
duermo y me puse los pañales para ir a trabajar. No había ese día mucho tráfico
porque acababa de entrar en vigor la ley que obliga a los obesos a caminar el
primer miércoles de cada mes. En el despacho me esperaba mi secretaria con el
almuerzo: los canapés de gominola amarga sobre base de poliespán regada con
salsa de yogur sintético no estaban mal; las truchas de alcantarilla con
cubierta de caucho reciclado al pil pil me resultaron sosas; pero, claro, desde
que el mar se ha dulcificado tanto con el agua de los glaciares y de los polos
derretidos no está la sal como para andarla despilfarrando. En fin, me puse a
revisar los asuntos pendientes y resulta que entre la correspondencia que
filtra mi secretaria se había colado una carta de mi ex-novia Paquita, la Churifluri , así llamada
por lo mucho que la gustaba esa canción de Elvis. Pues resulta que me requería nuevamente de amores y me daba cita para las 6 de la tarde
en el café Central, advirtiéndome por anticipado de que iría sin bragas. Allí
que me presenté también yo sin calzoncillos, pero el camarero resultó ser San
Pedro y cuando nos dirigíamos al paraíso de los baños, que son excelentes y
siempre están muy limpios en ese establecimiento, nos echó el guante con un
sarcástico “¿A dónde va tan decidida la parejita?” y nos encerró por separado
en los calabozos de la cafetería. En mi celda empezaron a salir ratas y no se
me ocurrió otro modo de espantarlas que abriendo el grifo de la bañera.
Entonces me desperté de verdad, y no en el sueño. Completamente empapado, por
supuesto.
Ocho veces demostrado
Hace 10 años
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