El centurión me mandó a mí, por
ser el más novato de los cuatro soldados del grupo de ejecución, a buscar un
herrero en Jerusalén que hiciera unos clavos especialmente largos y afilados
para la ocasión, pues le habían dicho que al que íbamos a crucificar era el
hijo de Dios, y aunque presumía de ateo y juraba y maldecía por Júpiter
constantemente a cada orden que nos daba, estaba medroso y no se fiaba de que
algún prodigio entorpeciera la misión que el propio Pilatos le había
encomendado, precisamente a él por su bien ganada fama de ejecutor implacable.
Bajé a la fragua. A mí no me
importa hacer estos recados. Antes que estar de plantón en una guardia prefiero
observar el trabajo de un herrero. Y este trabajaba maravillosamente bien. Daba
gusto verle. Cogió con las tenazas una barra de hierro y calentó un extremo en
la forja. Cuando lo tuvo al rojo vivo, lo apoyó sobre el yunque y empezó a
golpearlo con el martillo. Para dejarlo bien puntiagudo, iba girando la varilla
un cuarto de vuelta, hasta aguzar las cuatro caras del clavo. Luego, con la
tajadera hizo en la barra unas muescas a la medida de clavo que yo le indiqué,
más larga de lo normal, la trabó en la clavera e hizo palanca hasta tronchar la
barra por las muescas. Por último, se puso a dar forma a la cabeza del clavo.
Sin sacarle de la clavera, le metió en el orificio del yunque y empezó a
machacar el extremo romo de la barra para darle forma semiesférica. Por último,
enfrió el clavo en agua y le sacó de la clavera. El primer clavo ya estaba
hecho. Le tiró al suelo y repitió el proceso dos veces más.
Yo no perdí detalle de ninguna de ellas. Si me hubiese dejado, me hubiese puesto yo mismo a hacer el tercer clavo. No me habría importado ser herrero. Mejor que ser soldado. Mejor fabricar clavos que tener que clavarlos tú mismo en los pies y las manos de esos pobres desgraciados a los que crucificamos, ya sea por rebeldes, ya sea por bandidos, ya sea por creerse hijos de Dios.
Me volví al cuartel con mis tres clavos. Al verlos, el centurión sonrió: “Estos clavos atravesarían los huesos del mismísimo Júpiter”, dijo.
Pero al día siguiente no crucificamos en aquella vieja cantera al mismísimo Júpiter, sino a un hombre sencillo que supo sufrir su martirio como no lo hubiera hecho ningún Dios. Bien puedo decirlo yo, que me iba fijando en la expresión de su rostro a cada martillazo mientras los clavos atravesaban su carne y sus huesos.
Aquel hombre no sería el hijo de Dios,
pero merecía serlo.
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