sábado, 19 de julio de 2025

Regreso y regresión

Salí del pueblo muy joven, con 14 años recién cumplidos. Tuve una fuerte discusión con mis padres y me marché voluntariamente de casa. Me marché y rompí todos los vínculos. No me enteré de cuando murió mi padre ni de cuando, años después, falleció también mi madre. De eso me he enterado ahora, hace poco. No me he preocupado de herencias ni pertenencias. Como hijo único sé que todo es mío: la casa, la huerta, las tierras de secano… No sé en qué estado se encontrarán.

Ahora, tras muchos años ausente, he sentido la necesidad de regresar, no sé por qué. Quizás quiera retornar a la infancia. Allí jugué de niño. En su escuela unitaria hice mis primeros estudios. Correteé por todas sus calles, enredé en todos sus callejones, me subí a muchas paredes, bardas y tejadillos para coger nidos de gurriato o de tordo. Y también allí se despertaron mis primeros instintos afectivos y recuerdo que tuve enredos con una chica que se llamaba Toribia. Pero me fui y no supe más de ella.

Al entrar al pueblo ya vi que seguía siendo de las mismas dimensiones: un pueblo pequeño que se abarca de un solo vistazo. Ha cambiado muy poco: alguna casa que se ha hecho nueva, alguna otra que se ha hundido, pero la iglesia sigue en lo alto del cerro y la ermita abajo, a la entrada del pueblo, junto a la carretera. Aparqué en la plaza, donde estaba y está la casa de mis padres, que está muy vieja porque yo era su único hijo y desde que murieron ni yo ni nadie se ha ocupado de ella. Da pena verla: una casa medio en ruinas en medio de la plaza del pueblo. Eché a andar por las calles para encontrarme con sus habitantes. Apenas vivirán aquí ocho o diez personas, casi todos ancianos. Se ven muy pocas casas habitadas. Al cabo doy con un anciano. Resulta ser el tío Melero, que me escucha con atención. Le digo quién soy. No me recuerda. Le hablo de mis padres. A ellos, sí. Pero me contesta que mis padres no tuvieron hijos. A ver si se confunde usted con otro matrimonio, abuelo, le digo. Que no, que no. ¡No voy a conocer yo perfectamente al Casiano y la Teodora! ¡Si hasta les vendí una tierra lindera! Me doy cuenta de que está demenciado y no recuerda ya bien las cosas.

Continúo mi camino nostálgico por las calles del pueblo. Me acerco a la vieja fragua, me detengo un rato en la fuente y los lavaderos. Rememoro cuando de pequeño estaba un día cazando renacuajos y me caí al pilón. Subo por la ladera de las bodegas buscando la de mi abuelo, pero ya dudo de si es una o la de al lado. Por fin llego al altozano de la iglesia en que me bautizaron y en la que tomé la primera comunión. Desde allí se contempla a placer todo el pueblo. ¡Qué pueblo más pequeño y a la vez qué pueblo más entrañable! Se me agolpan los recuerdos y las emociones. Algo me remuerde la conciencia. Pienso que no debería haber dejado pasar tanto tiempo antes de reencontrarme con mis orígenes. Era demasiado joven cuando me fui de forma tan dramática y soy demasiado viejo ahora que vuelvo no sé ya para qué.

A la que bajo de la iglesia, camino ya del coche, me encuentro con Paulino, que presume de ser el más joven del pueblo, 61 años me dice que tiene, aunque aparenta alguno más. También le explico quién soy. También le hablo de mis padres. Él me mira todo el rato con los ojillos entrecerrados, como queriendo escrutarme el alma. Perdona, me dice, sé de quiénes me estás hablando. Conocí perfectamente a los que dices tus padres y les tuve mucho cariño. Eran mis vecinos. Muy buena gente. Pero, que se sepa, nunca tuvieron hijos y esa fue una pena que arrastraron toda su vida.

Me fui del pueblo anonadado, descompuesto, abatido, como se va un fantasma de una casa vieja cuando ya se la hunde el techo, o como se va un muerto de un cementerio en el que cada noche, cuando intenta resucitar, los demás muertos le abuchean. Conduje enloquecido, con verdaderas ganas de matarme; y no lo he logrado por muy poco, me acaba de decir este doctor de la UCI.

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