En un mercadillo de Bagdag descubrió una lámpara de aceite roñosa que
compró por cuatro perras (o dinares) y
se la trajo como recuerdo para Madrid. Ya de vuelta, compró en L&M un
líquido especial y la limpió a conciencia hasta dejarla reluciente. Quedaba muy
bonita sobre el taquillón del dormitorio.
Una noche terrible de desolación, desesperanza e insomnio, encendió el
aplique de la cabecera de la cama, la vio brillar entre los libros que ya había
renunciado a leer y concibió una última
esperanza. La tomó entre ambas manos y comenzó a frotarla con verdadera avidez.
La lámpara empezó a refulgir, a calentarse y a echar un humo negrísimo por la boca. Al cabo salió
el genio.
Pero no dijo: “Oír es obedecer. Tus deseos son órdenes para mí. Pide
lo que deseas y te será concedido.”
No. Se mesó la perilla, agitó el rabo, se acarició la cornamenta y con
un aliento que apestaba a azufre y una sonrisa maliciosa le espetó: “Bienvenido
al infierno.”