domingo, 29 de junio de 2014

La lámpara maravillosa


En un mercadillo de Bagdag descubrió una lámpara de aceite roñosa que compró por cuatro perras (o dinares)  y se la trajo como recuerdo para Madrid. Ya de vuelta, compró en L&M un líquido especial y la limpió a conciencia hasta dejarla reluciente. Quedaba muy bonita sobre el taquillón del dormitorio.

Una noche terrible de desolación, desesperanza e insomnio, encendió el aplique de la cabecera de la cama, la vio brillar entre los libros que ya había renunciado a leer  y concibió una última esperanza. La tomó entre ambas manos y comenzó a frotarla con verdadera avidez. La lámpara empezó a refulgir, a calentarse y a echar  un humo negrísimo por la boca. Al cabo salió el genio.

Pero no dijo: “Oír es obedecer. Tus deseos son órdenes para mí. Pide lo que deseas y te será concedido.”

No. Se mesó la perilla, agitó el rabo, se acarició la cornamenta y con un aliento que apestaba a azufre y una sonrisa maliciosa le espetó: “Bienvenido al infierno.”

domingo, 22 de junio de 2014

El espejo rococó


Desde el primer momento le fascinó aquel espejo rococó que descubrió por causalidad en el rastrillo de antigüedades. Le compró sin regatear y se le llevó a casa. Le instaló sobre el lavabo para usarle a diario: tanto le gustaba. Por lo general, funcionaba bastante bien, solo le fallaba el mecanismo a la hora de afeitarse, pues él se afeitaba con cuchilla y, sin embargo, se reflejaba afeitándose a navaja. No se alarmó por este pequeño desajuste, pues comprendía que en aquella época la técnica no estaba tan desarrollada como en la actualidad y era comprensible que estos aparatejos antiguos no funcionasen con tanta precisión como los modernos. Decidió solucionarlo de la forma más sencilla: afeitándose a navaja.

Pero el espejo debía de estar bastante estropeadillo porque la primera vez que se afeitó se reflejó en él un rostro que no era el suyo y que sonreía con mirada aviesa mientras él, con su propia mano, pero guiada por una voluntad que no era la suya, se cercenaba con determinación y parsimonia el cuello.

domingo, 15 de junio de 2014

El misionero


Yo me hice misionero porque no quería ser un cura de parroquia asistiendo a viejas beatas con pecados veniales. Quería ver mundo y redimir a pueblos enteros, acudir a lugares remotos donde no tuvieran conciencia siquiera de Dios y llevarles la Palabra y la Fe. Cuando me hablaron de aquella tribu salvaje perdida en lo más recóndito de la selva, me pareció estupendo acudir a evangelizarles y redimirles de su atraso y su salvajismo. No me intimidó que fueran caníbales. No lo dudé ni un instante a pesar de la peligrosidad de la misión y la insistencia del Señor Obispo de que me lo pensara dos veces porque podría no regresar jamás.

No he regresado. Llevo ya diez años entre estas gentes. He cumplido mi misión. Los he convertido a la Fe. Soy muy feliz. Y cada vez que viene un legado episcopal a verificar mi tarea hacemos fiesta gorda porque la carne de caucásico tiene un sabor y una textura incomparables.

domingo, 8 de junio de 2014

Viscoso


Cada uno es como es y yo soy viscoso. Esto me ha dado muchos problemas: los niños me tiraban palitos o chapas para ver cómo se me adherían, las mozas no querían bailar conmigo el agarrao porque se quedaban pegadas. Pero yo lo asumía todo con buen talante: peor hubiera sido tener cáncer o ser retrasado. He sufrido, no lo niego, porque el rechazo y la postergación siempre dejan un poso de amargura. Los más me han considerado siempre un paria. Algunos han sido crueles, otros se han compadecido. Muchos, simplemente, me han ignorado.

Sin embargo, ha llegado mi momento. Ahora todos me envidian. Todos, absolutamente todos, me consideran afortunado y a cierra ojos se cambiarían por mí. Porque la epidemia se ha generalizado y es terrible y causa mucho dolor y nadie se libra. Y yo soy el único, ¡el único!, inmune al contagio.


domingo, 1 de junio de 2014

El rescate




Vinieron a verme sus discípulos por la noche y en secreto para pedirme que le dejara escapar simulando que había sido una fuga. Quisieron sobornarme ofreciéndome cuanto tenían, que era poco más que nada, pues no son más que cuatro costrosos que, para colmo, lo dejaron todo para seguirle. Les rechacé de plano y les mandé con viento fresco bajo la amenaza de que si volvían a molestarme les crucificaría también a ellos. Así que, aunque lo intentaron, no pudieron hacer nada por el que llamaban su “maestro”.

Luego, ya tarde, mientras agonizaba y el cielo se oscurecía y temblaba el monte, me enteré de quién era su padre. Lástima no haberlo sabido antes, porque entonces sí que hubiera podido pedir por él un buen rescate: nada más y nada menos que el Paraíso.