Vinieron a verme sus discípulos por la
noche y en secreto para pedirme que le dejara escapar simulando que había sido
una fuga. Quisieron sobornarme ofreciéndome cuanto tenían, que era poco más que
nada, pues no son más que cuatro costrosos que, para colmo, lo dejaron todo
para seguirle. Les rechacé de plano y les mandé con viento fresco bajo la
amenaza de que si volvían a molestarme les crucificaría también a ellos. Así
que, aunque lo intentaron, no pudieron hacer nada por el que llamaban su
“maestro”.
Luego, ya tarde, mientras agonizaba y el
cielo se oscurecía y temblaba el monte, me enteré de quién era su padre.
Lástima no haberlo sabido antes, porque entonces sí que hubiera podido pedir
por él un buen rescate: nada más y nada menos que el Paraíso.
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