Desde el primer momento le
fascinó aquel espejo rococó que descubrió por causalidad en el rastrillo de
antigüedades. Le compró sin regatear y se le llevó a casa. Le instaló sobre el
lavabo para usarle a diario: tanto le gustaba. Por lo general, funcionaba
bastante bien, solo le fallaba el mecanismo a la hora de afeitarse, pues él se
afeitaba con cuchilla y, sin embargo, se reflejaba afeitándose a navaja. No se
alarmó por este pequeño desajuste, pues comprendía que en aquella época la
técnica no estaba tan desarrollada como en la actualidad y era comprensible que
estos aparatejos antiguos no funcionasen con tanta precisión como los modernos.
Decidió solucionarlo de la forma más sencilla: afeitándose a navaja.
Pero el espejo debía de estar
bastante estropeadillo porque la primera vez que se afeitó se reflejó en él un
rostro que no era el suyo y que sonreía con mirada aviesa mientras él, con su
propia mano, pero guiada por una voluntad que no era la suya, se cercenaba con
determinación y parsimonia el cuello.
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