Al poco de
fallecer mi hermano gemelo en aquella absurda caída practicando montañismo tuve
un encuentro al pronto espeluznante. Caminaba de atardecida hacia la estación
de tren de mi barrio por la desolada tapia que protege las vías cuando
súbitamente apareció reflejada en ella una segunda sombra. Me sobresalté y me
detuve atónito. Mi sombra se detuvo también al punto, pero la otra se echó de
rodillas ante mí, se identificó como la de mi hermano y me suplicó que la
acogiera en mi seno, pues se había quedado huérfana y no quería vagar
eternamente por las grutas tenebrosas en que han de refugiarse las sombras
desvalidas para no ser notadas. Me rogó lastimera argumentando que no me
causaría trastorno alguno por ser yo de la misma estatura y complexión que mi
hermano muerto y poder ella disimularse a la perfección bajo mi sombra
auténtica. Con este argumento, sumado a la nostalgia que yo tenía de mi
hermano, al que estaba verdaderamente unido y del que solo me separaba su para
mí incomprensible afición al riesgo, me convenció y acepté su propuesta. Así al
menos algo de mi hermano perviviría en mí. Ahora llevo dos sombras, pero voy
muy cómodo porque la mía no me pesa y la de mi hermano me alivia.
Ocho veces demostrado
Hace 10 años
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