Fue Elvira la que se empeñó en contratar a
una niñera cuando adoptamos a las gemelas chinas, alegando que tenía en el
banco la oportunidad de que la ascendieran a directora de sucursal y no quería
ni por lo más remoto que las posibles enfermedades o indisposiciones mañaneras
de las niñas la obligasen a faltar al trabajo y frustrasen sus aspiraciones
profesionales. Yo no estaba muy de acuerdo con meter en casa a alguien ajeno a
la familia, y menos para una cosa tan importante como el cuidado y la educación
de nuestras hijas; pero, como siempre, fue imposible sacarla de sus trece.
“Pues búscala tú”, la dije. Y buscó una polaca jovencita y muy cariñosa que
desde el primer momento se dio mucha maña con las niñas y las niñas enseguida
la adoraron y en cuanto sonaba el timbre
de la puerta porque venía Ewa dejaban lo que estuvieran haciendo y salían
corriendo a recibirla con los brazos abiertos y ella se agachaba a abrazarlas a
las dos a la vez y se las comía a besos diciendo “Mis chinitas, mis chinitas” y
se veía a las claras que sentía verdadero cariño por ellas y no la suponía
ningún esfuerzo atenderlas y cuidarlas y asearlas y jugar con ellas.
A mi mujer la ascendieron, y no a directora
de sucursal, como esperaba, sino de distrito y empezó a codearse con otro tipo
de gente y ya no la gustaba el barrio y quería que nos mudásemos a otro más
exclusivo y creo que yo la parecía ya poco para ella y empezó como a
despreciarme porque ganaba mucho menos y nos fuimos distanciando y al final me
enteré de que tenía un lío con un jefazo y discutimos y dijo que se marchaba y
que me quedase con todo, niñas incluidas, que total, eran adoptadas y las
habíamos adoptado en realidad porque yo me empeñé, que a ella la daba igual no
tener hijos y, de hecho, el problema no era que no pudiéramos tenerlos, sino
que ella no quería pasar por las fases del embarazo y la lactancia para no
estropearse físicamente y para no abortar sus expectativas profesionales, y por
eso habíamos recurrido a la adopción.
En fin, que me vi solo, abandonado,
traicionado y con dos niñas pequeñas de las que hacerme cargo y se me vino el
mundo encima. Pasé una temporada hecho polvo, con el alma perdida en un
purgatorio de divagaciones mortificantes. Hasta que una mañana, según entraba
Ewa por la puerta y abrazaba como siempre a las niñas con su alegría instintiva
y natural, se me encendió la luz y la espeté sin tenerlo premeditado: “Oye,
Ewa: ¿a ti te gustaría subir de categoría en esta casa?”
Me miró inteligente, comprensiva, emocionada
y, sin dejar de sonreír, rompió a llorar.
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