Me envía mi hermano una foto de la higuera del patio tronchada. Esa higuera es la higuera de mi niñez, la higuera donde subía a coger las brevas y los higos maduros, cuando era la temporada; y cuando no, pues la higuera a la que me encaramaba para simular aventuras, para ejercitar mis habilidades trepadoras, para espiar a los pájaros, para observar a las hormigas que subían y bajaban en hilera por su tronco o para masacrar a las avispas. ¿Cuántas horas habré pasado en lo alto de la higuera? ¿Cuántos rozones me habrán hecho sus ramas en brazos, piernas, espalda y costillas? Las hojas de la higuera son ásperas y su tacto no es agradable, pero eso no impedía al niño subirse a la higuera porque el niño de entonces aspiraba a ser un héroe y tenía que ejercitarse con pequeñas heroicidades de corral.
La higuera del cerco del pozo de mi infancia se ha tronchado justo ahora que me queda mes y medio para la jubilación. Y como todo en la vida es simbólico, o puede tener una interpretación simbólica, eso tiene que querer decir algo. Lo primero que he pensado es que la vida me está diciendo que para mí se acabaron ya los higos y las brevas, simbolicen brevas e higos lo que tengan que simbolizar, pero en principio la simbología no parece muy positiva ni muy halagadora, narices.
Menos mal que luego lo he hablado con un mi amigo que tengo yo, algo filósofo y muy poeta, fanático y forofo seguidor de Juan Eduardo Cirlot y su Diccionario de símbolos, y me ha dicho que no, que la cosa no va por ahí, que lo que la vida me está diciendo con el tronchamiento de esta higuera es que ha llegado la hora de plantar higueras nuevas. ¡Bendita sea su consoladora interpretación, porque yo para plantar higueras sí que valgo todavía!
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