viernes, 8 de agosto de 2025

Luciérnaga


En la lejanía brillaba una estrella y yo la miraba cada día desde el porche. Soñaba.

Hasta que una noche un destello diminuto apareció entre la yedra de mi jardín. Era una luciérnaga y pude cogerla y tenerla entre mis manos.

Cada noche salgo ahora al jardín mirando entre la vegetación a ver por dónde anda mi luciérnaga. Prefiero una luz más pequeña, pero viva, a una estrella lejana que sé que se apagó hace millones de años.


DÍA CONTRA DÍA

 


            Día contra día

            voy viviendo poco a poco,

            racionando la alegría

            para no volverme loco.

 

            Minuto contra minuto

            respiro sin hacer ruido,

            no se despierte ese bruto

            al que por fin he dormido.

 

            Y aunque me veáis ajeno

            al barullo del mundo,

            mi corazón late pleno

            segundo contra segundo.


sábado, 2 de agosto de 2025

Conversación en la librería Visor

—Buenos días. Buscaba algo de poesía actual, pero de calidad, no esas moñerías que han puesto de moda los advenedizos de instagram y otras redes sociales, que quieren hacer poesía diciendo cuatro bobadas en lenguaje coloquial sobre cualquier tontería de la mañana o de la tarde, sin transcendencia ninguna, como el vuelo de una mosca.

—Hombre, del vuelo de una mosca hizo un poema muy bueno Antonio Machado.

—¡Toma ya! Es que don Antonio era un poeta de categoría. Don Antonio Machado podía hacer un poema sobre las moscas y hasta sobre los insecticidas si le diera la gana, y sería bueno. Estos quieren hacer poemas de la colonia que se echan por la mañana y del cafelito que se toman a media tarde y eso no puede ser, narices. La poesía tiene que llevar en su seno algo de transcendencia; si no, es vulgar conversación en formato monólogo. Estos escriben, los mejores, como si estuvieran hablando con su abuela mientras hace ganchillo, y los peores, como si estuvieran de cháchara por teléfono con su prima Mari. Yo busco algo con más enjundia. ¿Lo tiene usted?

—¿Conoce a Eduardo Rico?

—Conozco a Francisco Rico, por su Historia y crítica de la literatura española, en 9 volúmenes, más 9 suplementos, que me tocó estudiar en la carrera, que hice filología hispánica. Ahí la tengo en casa, en sitio de honor en la librería del salón.

—No, este también es Rico, pero de otra familia más pobre.

—Cuénteme.

—Acaba de publicar un poemario buenísimo que se titula El ángel bicéfalo. Yo lo leí anoche y todavía estoy impactado. Si a usted le gustan las imágenes audaces, pero con fundamento, este es su poeta.

—Imagino que las imágenes son lo que más me gusta en poesía. En poesía sin imaginación y sin imágenes no hay más que lo que decíamos antes, la tontería de la obviedad de la expresión directa de lo cotidiado, como por ejemplo:

        Qué rico me sabe este cafelito que bebo a sorbitos

        mientras contemplo a sorbitos también

        tus ojitos de color café con miel.

—Sí, vomitivo la verdad. Dan ganas de no volver a probar el café. Y de no volver a mirar a nadie a los ojos.

—Pues claro, hombre.

—Pues nada, llévese usted El ángel bicéfalo. Y si no le gusta, quéjese al autor, que pone en el libro su correo electrónico (no sé si el suyo o el de su pez) porque le gusta el trato directo con el lector. Aunque ya le digo yo que si no le gusta este poemario, retírese usted ya de una vez por todas de la poesía, porque no va a encontrar nada mejor.

—Hosti, me pone usted encima una espada de Damocles pistonuda.

—No se preocupe, hombre, que le va a encantar.

—Dios le oiga, porque estoy ya un poco desesperado de tanto leer morralla.

—Aquí le tiene. ¿Se le envuelvo?

—No hace falta. Esto me lo leo yo en el metro de aquí a mi casa. Y si me gusta, ya lo releo de madrugada con más calma.

— Pues ahí tiene, caballero.

— Espere. Póngame otro, que se le voy a regalar a mi amigo Adrián, que también es aficionado y tiene buen criterio (aunque es algo menos exquisito que yo), y así luego comentamos.

— Pues marchando dos. Por el precio de dos se lleva usted cuatro cabezas angelicales. Si le apetece, cuando lo lea, pásese por aquí y me deja su opinión. Se lo agradecería. Así podré aconsejar mejor a otros lectores.

— Pues voy a hacerlo, sí señor. Quédese con el cambio, por el buen asesoramiento.

viernes, 1 de agosto de 2025

VENTOLERA

 


A viento late mi corazón.

Necesita la brisa de la mañana

y el vendaval del atardecer.

 

Es un molino de aspas rojas.

Es una veleta clavada en mi pecho.

Es un vilano de sangrante semilla.

 

Necesita un soplo que le avive,

víscera de fuego, fuego de carne,

encarnizado músculo de humanidad.

 

Es un vencejo planeador de campanarios.

Es un remolino que asciende

circunvalando la ternura.

 

Necesita un aliento que acaricie sus pétalos,

meza sus estambres

y esparza su aroma.

 

Es un velero de insondable singladura

con ansia infinita de mares.

¡Subid a bordo y desplegad todas sus velas!

martes, 22 de julio de 2025

Pachus

Pachus, mi querido amigo Pachus, que era tan pachorro él y tan buena persona, nada conflictivo, nada polémico, nada discutidor. Le decías: “Pachus, ¿te vienes paquí?” Y Pachus te acompañaba paquí. Le decías: “Pachus, ¿te vienes pacá?” Y Pachus te acompañaba pacá. Un buen tipo. El mejor tipo del colegio.

Un día, a la que veníamos al internado tras las clases de la tarde en el pueblo, cometió la tontería de coger una botella de Cocacola de litro de un furgón de reparto. Alguien le vería, le identificó como del colegio, se lo dijo al repartidor y el repartidor se presentó en el colegio a denunciarlo.

A la hora de la cena el fraile, tras el rezo, que se hacía de pie, no nos dejó sentarnos, contó el suceso, preguntó quién había robado la botella y amenazó con que nadie cenaría hasta que saliera el culpable, ni nadie se iría a los dormitorios, ni nadie desayunaría al día siguiente y estaríamos todos de pie hasta el mismísimo día del juicio final.

No hizo falta tanto tiempo. Pachus, en su inocencia, reconoció al instante que había sido él. Entonces el fraile cogió una botella de litro de Cocacola y le dijo: “Querías beber Cocacola, ¿no? Pues ahora te vas a beber esta botella entera de un solo trago.” Y le endosó la botella. Y allí, en medio del comedor y a la vista de todos, que permanecíamos de pie, el fraile le sometió a ese castigo despiadado y a esa humillación pública ante sus 99 compañeros del internado, entre ellos su hermano mayor.

El pobre Pachus empinó la botella e intentaba bebérsela de un trago, pero no podía; y cuando quería descansar y bajaba la botella para respirar, el fraile se la volvía a empinar y le gritaba: “¿No querías Cocacola? ¡Bebe Cocacola! ¡Bebe Cocacola hasta que te salga por las orejas!”

Pocas veces me he sentido peor en mi vida que contemplando aquella escena insufrible, aquel absurdo castigo, aquella humillación perpetrada además por una persona que, por su condición de fraile, debiera haber sido compasiva; y hacia un niño sin malicia que no había cometido en su vida ni cometería más maldad que aquella fácilmente perdonable travesura.

Pachus se equivocó al coger aquella botella de litro de Cocacola, de eso no hay duda. Pero era un niño y fue una simple travesura. El fraile se equivocó muchísimo más y su falta ya no tiene tanta disculpa, porque no fue una travesura de niño, sino una repugnante crueldad de adulto.

Esa noche cené poco y dormí menos. Me la pasé escuchando sollozar a mi amigo Pachus, que dormía en la cama de al lado. Al amanecer tomé la decisión de que ya no quería ser fraile.

SILENCIO ERRANTE (sonetillo)


    Que calle no es que no sienta:

    está muda mi agonía

    y me paso noche y día

    con el alma virulenta.

 

    Se me sale la placenta

    por la raja del hastío

    y no digo ya ni pío,

    me lo trago con pimienta.

 

    Y vaya bien por delante

    que tanto silencio errante

    no es porque sea yo mudo,

 

    es que una angustia que espanta

    se me añusga en la garganta

    y me pone en ella un nudo.

sábado, 19 de julio de 2025

Regreso y regresión

Salí del pueblo muy joven, con 14 años recién cumplidos. Tuve una fuerte discusión con mis padres y me marché voluntariamente de casa. Me marché y rompí todos los vínculos. No me enteré de cuando murió mi padre ni de cuando, años después, falleció también mi madre. De eso me he enterado ahora, hace poco. No me he preocupado de herencias ni pertenencias. Como hijo único sé que todo es mío: la casa, la huerta, las tierras de secano… No sé en qué estado se encontrarán.

Ahora, tras muchos años ausente, he sentido la necesidad de regresar, no sé por qué. Quizás quiera retornar a la infancia. Allí jugué de niño. En su escuela unitaria hice mis primeros estudios. Correteé por todas sus calles, enredé en todos sus callejones, me subí a muchas paredes, bardas y tejadillos para coger nidos de gurriato o de tordo. Y también allí se despertaron mis primeros instintos afectivos y recuerdo que tuve enredos con una chica que se llamaba Toribia. Pero me fui y no supe más de ella.

Al entrar al pueblo ya vi que seguía siendo de las mismas dimensiones: un pueblo pequeño que se abarca de un solo vistazo. Ha cambiado muy poco: alguna casa que se ha hecho nueva, alguna otra que se ha hundido, pero la iglesia sigue en lo alto del cerro y la ermita abajo, a la entrada del pueblo, junto a la carretera. Aparqué en la plaza, donde estaba y está la casa de mis padres, que está muy vieja porque yo era su único hijo y desde que murieron ni yo ni nadie se ha ocupado de ella. Da pena verla: una casa medio en ruinas en medio de la plaza del pueblo. Eché a andar por las calles para encontrarme con sus habitantes. Apenas vivirán aquí ocho o diez personas, casi todos ancianos. Se ven muy pocas casas habitadas. Al cabo doy con un anciano. Resulta ser el tío Melero, que me escucha con atención. Le digo quién soy. No me recuerda. Le hablo de mis padres. A ellos, sí. Pero me contesta que mis padres no tuvieron hijos. A ver si se confunde usted con otro matrimonio, abuelo, le digo. Que no, que no. ¡No voy a conocer yo perfectamente al Casiano y la Teodora! ¡Si hasta les vendí una tierra lindera! Me doy cuenta de que está demenciado y no recuerda ya bien las cosas.

Continúo mi camino nostálgico por las calles del pueblo. Me acerco a la vieja fragua, me detengo un rato en la fuente y los lavaderos. Rememoro cuando de pequeño estaba un día cazando renacuajos y me caí al pilón. Subo por la ladera de las bodegas buscando la de mi abuelo, pero ya dudo de si es una o la de al lado. Por fin llego al altozano de la iglesia en que me bautizaron y en la que tomé la primera comunión. Desde allí se contempla a placer todo el pueblo. ¡Qué pueblo más pequeño y a la vez qué pueblo más entrañable! Se me agolpan los recuerdos y las emociones. Algo me remuerde la conciencia. Pienso que no debería haber dejado pasar tanto tiempo antes de reencontrarme con mis orígenes. Era demasiado joven cuando me fui de forma tan dramática y soy demasiado viejo ahora que vuelvo no sé ya para qué.

A la que bajo de la iglesia, camino ya del coche, me encuentro con Paulino, que presume de ser el más joven del pueblo, 61 años me dice que tiene, aunque aparenta alguno más. También le explico quién soy. También le hablo de mis padres. Él me mira todo el rato con los ojillos entrecerrados, como queriendo escrutarme el alma. Perdona, me dice, sé de quiénes me estás hablando. Conocí perfectamente a los que dices tus padres y les tuve mucho cariño. Eran mis vecinos. Muy buena gente. Pero, que se sepa, nunca tuvieron hijos y esa fue una pena que arrastraron toda su vida.

Me fui del pueblo anonadado, descompuesto, abatido, como se va un fantasma de una casa vieja cuando ya se la hunde el techo, o como se va un muerto de un cementerio en el que cada noche, cuando intenta resucitar, los demás muertos le abuchean. Conduje enloquecido, con verdaderas ganas de matarme; y no lo he logrado por muy poco, me acaba de decir este doctor de la UCI.