sábado, 2 de agosto de 2025

Conversación en la librería Visor

—Buenos días. Buscaba algo de poesía actual, pero de calidad, no esas moñerías que han puesto de moda los advenedizos de instagram y otras redes sociales, que quieren hacer poesía diciendo cuatro bobadas en lenguaje coloquial sobre cualquier tontería de la mañana o de la tarde, sin transcendencia ninguna, como el vuelo de una mosca.

—Hombre, del vuelo de una mosca hizo un poema muy bueno Antonio Machado.

—¡Toma ya! Es que don Antonio era un poeta de categoría. Don Antonio Machado podía hacer un poema sobre las moscas y hasta sobre los insecticidas si le diera la gana, y sería bueno. Estos quieren hacer poemas de la colonia que se echan por la mañana y del cafelito que se toman a media tarde y eso no puede ser, narices. La poesía tiene que llevar en su seno algo de transcendencia; si no, es vulgar conversación en formato monólogo. Estos escriben, los mejores, como si estuvieran hablando con su abuela mientras hace ganchillo, y los peores, como si estuvieran de cháchara por teléfono con su prima Mari. Yo busco algo con más enjundia. ¿Lo tiene usted?

—¿Conoce a Eduardo Rico?

—Conozco a Francisco Rico, por su Historia y crítica de la literatura española, en 9 volúmenes, más 9 suplementos, que me tocó estudiar en la carrera, que hice filología hispánica. Ahí la tengo en casa, en sitio de honor en la librería del salón.

—No, este también es Rico, pero de otra familia más pobre.

—Cuénteme.

—Acaba de publicar un poemario buenísimo que se titula El ángel bicéfalo. Yo lo leí anoche y todavía estoy impactado. Si a usted le gustan las imágenes audaces, pero con fundamento, este es su poeta.

—Imagino que las imágenes son lo que más me gusta en poesía. En poesía sin imaginación y sin imágenes no hay más que lo que decíamos antes, la tontería de la obviedad de la expresión directa de lo cotidiado, como por ejemplo:

        Qué rico me sabe este cafelito que bebo a sorbitos

        mientras contemplo a sorbitos también

        tus ojitos de color café con miel.

—Sí, vomitivo la verdad. Dan ganas de no volver a probar el café. Y de no volver a mirar a nadie a los ojos.

—Pues claro, hombre.

—Pues nada, llévese usted El ángel bicéfalo. Y si no le gusta, quéjese al autor, que pone en el libro su correo electrónico (no sé si el suyo o el de su pez) porque le gusta el trato directo con el lector. Aunque ya le digo yo que si no le gusta este poemario, retírese usted ya de una vez por todas de la poesía, porque no va a encontrar nada mejor.

—Hosti, me pone usted encima una espada de Damocles pistonuda.

—No se preocupe, hombre, que le va a encantar.

—Dios le oiga, porque estoy ya un poco desesperado de tanto leer morralla.

—Aquí le tiene. ¿Se le envuelvo?

—No hace falta. Esto me lo leo yo en el metro de aquí a mi casa. Y si me gusta, ya lo releo de madrugada con más calma.

— Pues ahí tiene, caballero.

— Espere. Póngame otro, que se le voy a regalar a mi amigo Adrián, que también es aficionado y tiene buen criterio (aunque es algo menos exquisito que yo), y así luego comentamos.

— Pues marchando dos. Por el precio de dos se lleva usted cuatro cabezas angelicales. Si le apetece, cuando lo lea, pásese por aquí y me deja su opinión. Se lo agradecería. Así podré aconsejar mejor a otros lectores.

— Pues voy a hacerlo, sí señor. Quédese con el cambio, por el buen asesoramiento.

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