Yo era un sicario excelente, por
no decir el mejor. Ejecutaba mi trabajo con diligencia y pulcritud. Me decían
“éste” y “éste” ya estaba muerto. Hasta que murió mi madre, que era lo que yo
más quería, por no decir lo único. Entonces me sentí tan huérfano y desamparado
que de nada me sirvieron los amigotes de parranda ni las furcias baratas y
masoquistas que se pirraban por un tipo duro. Me di cuenta de que había perdido
a mi madre para siempre, de que ya no volvería a verla nunca jamás. Y en mi
desolación atisbé una esperanza inusitada, entreví una remota posibilidad de
recuperarla, de volver a encontrarme con ella. Pero debía ser allí donde ella
estaba: en el cielo. Yo no estaba haciendo precisamente lo más adecuado para
ganarme el cielo, así que me planté ante el Chapo Titote y le dije:
—No cuentes más conmigo.
—¿Y eso?
—Me retiro a un convento a ser
fraile.
Estalló en carcajadas y no paró
en un buen rato. Cuando se le pasó el ataque de risa me puso una pistola en la
cabeza:
—¿Te vas a reír de mí, pendejo?
¿Me la quieres jugar ahora, después de tantos años comiendo de mi mano?
Pero yo no me moví. Ni temblé
siquiera cuando amartilló el gatillo. Sólo dije:
—Quiero ir donde mi madre.
Y él se quedó pensando y al rato
bajó el arma porque debió de ver en mis ojos mi determinación y que ni me
importaba morir siquiera; y además él sabía lo que era mi madre para mí. Sólo
dijo:
—Ve. Y reza por mí.
Y por eso vine a este convento
hace 40 años, padre Silverio, y por eso llevo cuatro décadas descalzo, y por
eso no como más que sopitas de pan, y por eso me paso las horas muertas
rezándole a la virgencita en mi celda o cavando la huerta sin descanso hasta
que me deslomo y luego casi no me puedo ni enderezar; solo por eso, padre
Silverio, porque quiero ver a mi madre y no por amor de Dios, y necesito que
usted me absuelva de este gran pecado, padre Silverio, y me dé la
extremaunción.
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