domingo, 30 de noviembre de 2014

Lector empedernido


El domingo se levantó diciendo que tenía muchísimas ganas de leer, desayunó rápidamente y se metió en la biblioteca, donde se tiró toda la mañana. Le llamamos para comer y dijo que le llevásemos un montadito de jamón y otro de queso, que estaba enfrascado en la lectura. No la interrumpió ni para el café de media tarde, que es para él casi sagrado, y a la hora de la cena volvió a desechar nuestros requerimientos y pidió fruta pelada y troceada para poder comer con una mano mientras con la otra sostenía el libro y proseguía la lectura. Allí se quedó toda la noche, a la luz del flexo, y el lunes no fue a trabajar. Llamó su socio, pero no quiso ponerse al teléfono por no interrumpir la lectura y nos dijo que le dijésemos que estaba atareado en casa, y siguió todo el día y toda la noche en el mismo plan. El martes, alarmados, llamamos a Isaac, el profesor de instituto, su mejor amigo, pero no logró disuadirle de su obstinado propósito. El miércoles intentamos conseguirlo concertándole un partido de pádel, su otra gran pasión, con el número 34 del rankin nacional, que vive en la urbanización, pero la estratagema no dio resultado y solo conseguimos que levantase la cabeza del libro y dudase durante unos segundos para acabar diciendo: “No, hoy no”. El jueves se le propuso una excursión a Segovia a comer en Casa Cándido cochinillo, que es su plato preferido, pero la rechazó alegando que le habíamos pillado con Guerra y Paz por la mitad y era inevitable concluirla ya antes de emprender cualquier otra tarea. El viernes, avisados de la gravedad de la situación, se presentaron sus padres, que llegaron alarmados desde el pueblo. Les dijo que esperasen un momentín, que enseguida estaría con ellos, pero hemos llegado al sábado por la noche y no halla el momento de interrumpir la lectura. Se ve que en cuanto acaba un libro no puede resistirse a empezar el siguiente. A ver si consiguen despegarle de las páginas las dos estupendas señoritas de alto estandin que hemos contratado y están ya en camino. Y si no, pues no quedará más remedio que pegarle fuego a la  biblioteca para que le saquen de una vez por todas los bomberos.

lunes, 24 de noviembre de 2014

La niñera


Fue Elvira la que se empeñó en contratar a una niñera cuando adoptamos a las gemelas chinas, alegando que tenía en el banco la oportunidad de que la ascendieran a directora de sucursal y no quería ni por lo más remoto que las posibles enfermedades o indisposiciones mañaneras de las niñas la obligasen a faltar al trabajo y frustrasen sus aspiraciones profesionales. Yo no estaba muy de acuerdo con meter en casa a alguien ajeno a la familia, y menos para una cosa tan importante como el cuidado y la educación de nuestras hijas; pero, como siempre, fue imposible sacarla de sus trece. “Pues búscala tú”, la dije. Y buscó una polaca jovencita y muy cariñosa que desde el primer momento se dio mucha maña con las niñas y las niñas enseguida la adoraron y en cuanto sonaba  el timbre de la puerta porque venía Ewa dejaban lo que estuvieran haciendo y salían corriendo a recibirla con los brazos abiertos y ella se agachaba a abrazarlas a las dos a la vez y se las comía a besos diciendo “Mis chinitas, mis chinitas” y se veía a las claras que sentía verdadero cariño por ellas y no la suponía ningún esfuerzo atenderlas y cuidarlas y asearlas y jugar con ellas.

A mi mujer la ascendieron, y no a directora de sucursal, como esperaba, sino de distrito y empezó a codearse con otro tipo de gente y ya no la gustaba el barrio y quería que nos mudásemos a otro más exclusivo y creo que yo la parecía ya poco para ella y empezó como a despreciarme porque ganaba mucho menos y nos fuimos distanciando y al final me enteré de que tenía un lío con un jefazo y discutimos y dijo que se marchaba y que me quedase con todo, niñas incluidas, que total, eran adoptadas y las habíamos adoptado en realidad porque yo me empeñé, que a ella la daba igual no tener hijos y, de hecho, el problema no era que no pudiéramos tenerlos, sino que ella no quería pasar por las fases del embarazo y la lactancia para no estropearse físicamente y para no abortar sus expectativas profesionales, y por eso habíamos recurrido a la adopción.

En fin, que me vi solo, abandonado, traicionado y con dos niñas pequeñas de las que hacerme cargo y se me vino el mundo encima. Pasé una temporada hecho polvo, con el alma perdida en un purgatorio de divagaciones mortificantes. Hasta que una mañana, según entraba Ewa por la puerta y abrazaba como siempre a las niñas con su alegría instintiva y natural, se me encendió la luz y la espeté sin tenerlo premeditado: “Oye, Ewa: ¿a ti te gustaría subir de categoría en esta casa?”

Me miró inteligente, comprensiva, emocionada y, sin dejar de sonreír, rompió a llorar.


domingo, 16 de noviembre de 2014

Sonetillo desenfadado a un su amigo y colega un tanto preocupado por un enfado repentino del poeta.


       Sepa usted, amigo mío,
que uno puede a lo tonto
enfadarse en un pronto,
pero luego ver en frío

       que no es más que un desvarío
alterar el seminario
- si no es por el horario -
con estruendo y poderío.

       Pues así pasa conmigo
y con mi famoso enfado:
no fue más que flor de un día;

       ya se me ha pasado,
que no perderé un amigo
por tamaña tontería.

La panadera


Esta mañana al comprar el pan la entregué a la guapa panadera, en vez del habitual billete de cinco euros, una hoja de libreta con un poema de amor que la había escrito. Lo leyó divertida y sin comentario alguno me devolvió el cambio habitual, tres con veinte; pero añadió a la bolsa un pepito de crema, lo cual ya es mucho para un simple enamorado platónico.

sábado, 8 de noviembre de 2014

SONETO DE SETIEMBRE Nº 1


Es el hombre procesión de momentos
que han de pasar inexorablemente
entre la madrugada de su frente
y el atardecer de sus sentimientos.

Pasarán raudos o pasarán lentos
y llegará el ocaso de repente;
o acaso perezosa y lentamente
y sin hacer mayores aspavientos.

Pero es seguro que mañana llega
y que hoy ya está casi caducado
y que ayer es un iceberg de olvido,

y que toda nuestra agitada brega
de ayer y de hoy, cuando haya pasado
mañana, no tendrá ningún sentido.

Paso de cebra


Conducía despistado y en un paso de cebra atropellé a una morenaza. Me denunció. Hasta que pudo recuperarse por completo del accidente se tiró una temporadita en el hospital y yo la visitaba todos los días, al principio llevado por mis remordimientos de conciencia, y luego por su atractivo, pues era guapísima. A pesar de ser yo el causante de su indisposición, aceptó mis disculpas y congeniamos enseguida. Al cabo, acabamos enamorándonos. Y aquí estamos, en la playa de Copacabana, como dos tortolitos y pegándonos la vida padre con la indemnización que la correspondió de mi seguro.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Todo un profesional

Detuvo el coche suavemente junto a la acera, bien arrimado, con la rueda rozando el bordillo, y justo debajo de un frondoso ailanto que creaba una zona de mayor oscuridad al impedir que llegase la luz de la farola. Lo tenía todo bien preparado. No era para menos: conocía la zona de memorieta.

Apagó las luces, paró el motor y observó. La calle estaba desierta. No pasaban coches ni paseaban personas. Es lo bueno que tienen estos barrios residenciales, que no hay testigos. De todas formas, el coche estaba mejor donde estaba, justo debajo del ailanto, donde la luz no alcanzaba para leer la matrícula. Hay que ser profesional hasta en los más mínimos detalles. O mejor dicho, en los detalles es donde mejor se demuestra la profesionalidad.

Miró el chalé de la acera de enfrente. Sólo para comprobar que, efectivamente, había luz en la ventana del salón. Lo demás lo conocía de sobra. Muchas veces había traspasado la puerta de la verja, flanqueada por dos molinos de viento, y había subido los cinco escalones que remataban en el pequeño rellano porticado. Muchas veces había abierto con su propia llave la puerta principal.

Abrió la guantera, que estaba cerrada con llave, y sacó la pistola. Luego miró el reló. De acuerdo. Hay tiempo. Dejó la pistola en el asiento del copiloto y encendió un cigarrillo. Mientras expulsaba el humo de la primera calada, volvió a coger la pistola, y al punto sintió una pequeña punzada de fastidio. Aquello no había sido profesional del todo. Lo correcto hubiera sido encender primero el cigarrillo y buscar luego la pistola; aunque lo auténticamente profesional era, sin duda, no fumar. Cuando se tiene una pistola en las manos es conveniente no tener nada más ni en las manos ni en el cerebro. Dio otra calada, larga, y apagó el cigarrillo en el cenicero. Un aficionado tal vez hubiese arrojado la colilla por la ventanilla, dejando inconscientemente una prueba de su presencia en el lugar. Pero él era un profesional. Aunque, de hecho, debía esforzarse en mejorar. Siempre se pueden hacer las cosas aún mejor. Y estas cosas es muy importante hacerlas mejor que mejor. O si no, no hacerlas. De aficionados están las cárceles llenas.

Por el retrovisor vio acercarse a una muchacha caminando por la acera. Se deslizó por el respaldo del asiento para que no pudiera verle. Cuando rebasó el coche, se incorporó de nuevo y la siguió con la mirada, recreándose en el movimiento de su culo hasta que dobló la esquina. Había que vigilar bien. Un testigo inoportuno puede echar a perder la más pulcra operación.

En los cinco minutos siguientes nada ni nadie turbó la paz de la noche en aquella calle. Empezó a sentir una de esas vaharadas místicas que le venían a veces cuando, como ahora, esperaba al acecho, sumergido en oscuridad y silencio. La oscuridad y el silencio transportaban su mente a otras dimensiones. Pero esta vez no tuvo ocasión de emprender el viaje, porque la puerta del chalé se abrió y apareció en el rellano un hombre con la bolsa de la basura. Le contempló profundamente, transformando en un instante su conocimiento en indiferencia, mientras bajaba la ventanilla y se acomodaba para disparar. El hombre bajó los cinco escalones, abrió la puerta de la verja y se disponía a tirar la basura. Al ir a levantar la tapa del cubo, una bala le perforó la frente y se desplomó, quedando allí tirado, como uno de esos sillones desvencijados que se dejan a veces junto a los contenedores porque no cogen dentro.

El asesino guardó la pistola en la guantera, arrancó el coche, accionó el elevalunas y emprendió la marcha despacio, sin encender las luces hasta que hubo doblado la esquina. Unas cuantas manzanas más allá, mientras se detenía en un paso de cebra para que cruzase una anciana que estaba paseando a su perrito, se sintió orgulloso: era un profesional, sí señor, un auténtico profesional. Había disparado sin titubear, sin inmutarse. Y no le remordía la conciencia. A él sólo le remordía la conciencia cuando no hacía bien su trabajo. Y esta vez le había hecho muy bien, a pesar de ser un trabajo tan especial, un trabajo que sólo se puede hacer una vez en la vida. Un encargo es un encargo y un profesional que se precie no rechaza jamás un encargo. No, a él no le remordía la conciencia aunque acababa de liquidar a su propio padre. Todo un profesional.