Por aquel entonces no había que tirarse un año haciendo un master del profesorado ni gastarse en él miles de euros, bastaba con hacer en la Facultad de Pedagogía el CAP, Curso de Adaptación Pedagógica, en el que se aprendían en poco tiempo cuatro nociones básicas, se hacía un trabajillo y luego tenías que dar algunas clases en cualquier instituto para que el director te firmase las prácticas.
Yo, que por entonces estaba haciendo el doctorado en literatura hispánica, conocí en un curso sobre Rubén Darío, que impartía el emérito Sánchez Castañer, a un profesor en activo del que me hice amigo (y hasta hoy) y que me propuso que hiciese las prácticas en su instituto de Leganés. Allá que me fui una tarde.
Mi amigo Rejas, que así se llama, me presentó al director del centro, que era un recio aragonés llamado Antonio Yus, y le dijo: “Ten cuidado, Antonio, que este chico juega muy bien al pimpón”. El aragonés se lo tomó como un desafío, pues él era el que mejor jugaba al pimpón en su instituto, que allí mismo tenían una mesa, y replicó por todo saludo, mirándome de frente como un mihura: “Si me ganas al pimpón, te firmo las prácticas ahora mismo”. “Así se las ponían a Fernando VII”, pensé yo para mis adentros; o a lo mejor fue “La ocasión la pintan calva”. El caso es que dije “Vale” con toda naturalidad y agarré la raqueta.
Llevaba nada menos que siete años sin jugar, desde que salí del internado, pero había sido campeón provincial juvenil de Segovia, que tampoco es decir mucho, claro, porque en aquella época jugábamos al pimpón los chavales de los cuatro colegios y los cuatro internados de la provincia, que al millón seguro que no llegábamos.
La partida duró lo que duran dos peces de hielo en un wiskhy on the rocks, como dice Sabina en 19 Días y 500 Noches; o menos todavía: lo que el agua en un cesto, como decía mi bisabuelo Periquito. Al acabar le dije mordaz: “Bueno, ahora si quieres echamos otra partida y en esta ya te dejo pelotear un poco”. Pero no quiso. Eso sí, era cumplidor: aunque un poco mohíno, me firmó las prácticas inmediatamente. Con todo, yo, que siempre he sido honesto y cumplidor, le dije: “Pero bueno, alguna clase tendré que dar, ¿no?”. “Nada, nada, no hace falte”, me contestó. Se ve que no quería tener por allí competencia pimponera. Así que esa fue toda mi práctica docente en aquel bendito instituto.
Ese verano me presenté a las oposiciones por casualidad y las aprobé sin prepararlas, pero esa es ya otra historia que no la quiero contar hoy porque se van a enfadar los que estudian mucho.
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