domingo, 5 de enero de 2025

La madre


El hijo entró muy agitado al cementerio preguntando por su madre. Vitines Melero, que estaba renovando las flores de la tumba de su adorada suegra, le señaló el nicho 234. Ante él se plantó el hijo y llamó a su madre con desesperación:

—¡Madre! ¡Madre!

La madre no respondió. Y el hijo comenzó a desgañitarse otra vez, con mayor angustia todavía:

—¡Madre! ¡Madre! ¡Salga usted de ahí!

Y como la madre ni contestaba ni salía, se dio media vuelta y salió él del cementerio a buscar algo en el maletero del coche, que en la misma puerta le había aparcado. Regresó con una maza. Y aunque Vitines Melero le vio las intenciones y trató de detenerle y le dijo: "¡Pero qué vas a hacer, hombre de Dios!", no quiso exponerse a un mazazo en la cabeza y cuando vio que el hijo reventaba la losa con la maza y luego el tabique de rasillas y luego se ponía a tirar del féretro para sacarle del nicho, se fue corriendo a avisar al señor cura, que estaba en la sacristía pispándose el vino sobrante de la misa, que a propósito echaba siempre un chorrillo de más.

El hijo arrastró el féretro él solito hasta sacarle del cementerio, le metió como pudo en el maletero del coche y tiró para casa con él asomando por la trasera y sin poder cerrar el portón, claro. Celestino Colores, que le vio pasar a la altura de la calle Majuelo, se extrañó algo, pero ¡Quiá!, cada uno a lo suyo y yo con lo de otro no me meto.    

El señor cura se limpió precipitadamente las gotas del vinillo consagrado pasándose las mangas de la sotana por los morros, sacó el móvil y avisó a la policía. Vitines Melero se lo fue a contar a la Melera, su mujer, que estaba haciendo la paella, pues era domingo. La Melera dejó inmediatamente la paella a cargo de Vitines, que es un zote para la cocina, y salió disparada a contárselo a su comadre la Castora, prima segunda suya y esposa a su vez de Mariano Castor, alguacil de la localidad. Ese domingo, por supuesto, no se comió paella en casa de los Melero, sino sándwich de jamón y queso. Los mellizos protestaron. La niña chica cogió una rabieta pistonuda. Su padre tuvo que sacar el colorín de la jaula y dejársele acariciar para que se la pasara.

La policía acudió presta al domicilio del hijo, que no se resistió a la autoridad y abrió la puerta a los agentes con la mayor naturalidad del mundo.

—Buenos días. Queremos ver a su madre.

—Pasen, pasen. Mi madre está en el salón.

Y en el salón estaba. El hijo la había sacado del féretro, la había sentado en su sillón habitual y la había puesto al lado un vasito de clarete con un platillo de jamón serrano, que parecía sin tocar.

—Nos la tenemos que llevar de vuelta al cementerio, buen hombre. Aquí ya no pinta nada.

—¡Pero si yo la quiero mucho y la cuido con mimo!

—Eso no se discute, caballero. Pero ella va a estar mucho mejor allí.

—¿Mejor que conmigo? ¡Anda que no la trato yo bien!

—Pero es que ha pasado a mejor vida.

—¿Mejor que la que tiene aquí conmigo?

—¡Mucho mejor, hombre, ¿dónde va a parar?! Ahora puede estar con Dios y con los ángeles.

—¡No me diga! No sé yo, no sé yo… Bueno, lo que ella quiera.

El agente Moreno se vuelve hacia la madre y la pregunta:

—¿Y usted qué dice, señora? ¿A que se viene con nosotros?

Silencio sepulcral.

—No dice nada —apunta el hijo.

—Quien calla otorga, caballero.

—¡Ah, bueno! Siendo así…

El agente Rubio sale al rellano, donde esperan los de la funeraria:

—Adelante, por favor. Operen con delicadeza. Ya está convencido.


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