Caín se plantó en el vano de la puerta de la tasca con gesto rabioso y buscando con la mirada a su hermano. Empuñaba la quijada del burro, que se le había muerto unas semanas atrás de un empacho de mielgas húmedas.
Abel estaba de espaldas, sentado a la mesa y jugando su partida cotidiana de mus. Llevaba buena mano y estaba a punto de echar órdago a juego. Pero no le dio tiempo. Caín se abalanzó sobre él sin mediar palabra y le reventó el cráneo a quijadazos. El as de oros fue el más perjudicado: la sangre de Abel le tiñó de rojo por completo. Pero también la faz de Caín cambió para siempre. Al contemplar los sesos de su hermano desparramados por la mesa de juego y las miradas de horror y reprobación de sus compañeros de mesa, el rostro de Caín se ensombreció y ya nunca más recuperó su palidez. Su prole nació ya con la cara cenicienta y el gesto avieso.Caín se convirtió inmediatamente en un apestado, pues su crimen fue execrable y su hermano Abel era muy querido en el pueblo por lo afable que se mostraba con todos y lo bien que contaba los chistes y lo ocurrente que era para las chirigotas, con las que divertía a todo el pueblo, y sobre todo a los niños, a los que tenía un cariño especial y por eso los niños le buscaban y él siempre les prestaba atención y se entretenía en jugar con ellos.
Caín tuvo que irse a vivir fuera del pueblo, a un chozo que tenía en el majuelo de Valdesendino. Nadie quería juntarse con él y en la tasca no le dejaban entrar. El día de la fiesta mayor, Nuestra Señora, 15 de agosto, sus hijos sí que acudían a la velada, pero se quedaban en un rincón de la plaza mirando, porque las chicas del pueblo ninguna quería bailar con ellos de asco que les tenían. Sin embargo, cuando llegaban las forasteras, que no los conocían, tenían mucho éxito con ellas gracias a su pinta de torvos y bragados, pues ya se sabe que hay un tipo de mujeres a las que les gustan los malotes.
Los hijos de Caín se casaron con forasteras y se fueron del pueblo. Jamás volvieron, ni siquiera cuando falleció su madre. A la muerte de su esposa, Caín se abandonó y al poco era ya un indigente que daba lástima. La caridad del alguacil del pueblo, que tenía una hermana monja, hizo que por mediación suya se le buscase un asilo en la capital. Allí fue y allí murió, no sabemos si arrepentido o no, pues perdón no se le pidió nunca a nadie, que se sepa.
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