Detuvo el coche suavemente junto a la acera, bien arrimado, con la rueda rozando el bordillo, y justo debajo de un frondoso ailanto que creaba una zona de mayor oscuridad al impedir que llegase la luz de la farola. Lo tenía todo bien preparado. No era para menos: conocía la zona de memorieta.
Apagó las luces, paró el motor y observó. La calle estaba desierta. No pasaban coches ni paseaban personas. Es lo bueno que tienen estos barrios residenciales, que no hay testigos. De todas formas, el coche estaba mejor donde estaba, justo debajo del ailanto, donde la luz no alcanzaba para leer la matrícula. Hay que ser profesional hasta en los más mínimos detalles. O mejor dicho, en los detalles es donde mejor se demuestra la profesionalidad.
Miró el chalé de la acera de enfrente. Sólo para comprobar que, efectivamente, había luz en la ventana del salón. Lo demás lo conocía de sobra. Muchas veces había traspasado la puerta de la verja, flanqueada por dos molinos de viento, y había subido los cinco escalones que remataban en el pequeño rellano porticado. Muchas veces había abierto con su propia llave la puerta principal.
Abrió la guantera, que estaba cerrada con llave, y sacó la pistola. Luego miró el reló. De acuerdo. Hay tiempo. Dejó la pistola en el asiento del copiloto y encendió un cigarrillo. Mientras expulsaba el humo de la primera calada, volvió a coger la pistola, y al punto sintió una pequeña punzada de fastidio. Aquello no había sido profesional del todo. Lo correcto hubiera sido encender primero el cigarrillo y buscar luego la pistola; aunque lo auténticamente profesional era, sin duda, no fumar. Cuando se tiene una pistola en las manos es conveniente no tener nada más ni en las manos ni en el cerebro. Dio otra calada, larga, y apagó el cigarrillo en el cenicero. Un aficionado tal vez hubiese arrojado la colilla por la ventanilla, dejando inconscientemente una prueba de su presencia en el lugar. Pero él era un profesional. Aunque, de hecho, debía esforzarse en mejorar. Siempre se pueden hacer las cosas aún mejor. Y estas cosas es muy importante hacerlas mejor que mejor. O si no, no hacerlas. De aficionados están las cárceles llenas.
Por el retrovisor vio acercarse a una muchacha caminando por la acera. Se deslizó por el respaldo del asiento para que no pudiera verle. Cuando rebasó el coche, se incorporó de nuevo y la siguió con la mirada, recreándose en el movimiento de su culo hasta que dobló la esquina. Había que vigilar bien. Un testigo inoportuno puede echar a perder la más pulcra operación.
En los cinco minutos siguientes nada ni nadie turbó la paz de la noche en aquella calle. Empezó a sentir una de esas vaharadas místicas que le venían a veces cuando, como ahora, esperaba al acecho, sumergido en oscuridad y silencio. La oscuridad y el silencio transportaban su mente a otras dimensiones. Pero esta vez no tuvo ocasión de emprender el viaje, porque la puerta del chalé se abrió y apareció en el rellano un hombre con la bolsa de la basura. Le contempló profundamente, transformando en un instante su conocimiento en indiferencia, mientras bajaba la ventanilla y se acomodaba para disparar. El hombre bajó los cinco escalones, abrió la puerta de la verja y se disponía a tirar la basura. Al ir a levantar la tapa del cubo, una bala le perforó la frente y se desplomó, quedando allí tirado, como uno de esos sillones desvencijados que se dejan a veces junto a los contenedores porque no cogen dentro.
El asesino guardó la pistola en la guantera, arrancó el coche, accionó el elevalunas y emprendió la marcha despacio, sin encender las luces hasta que hubo doblado la esquina. Unas cuantas manzanas más allá, mientras se detenía en un paso de cebra para que cruzase una anciana que estaba paseando a su perrito, se sintió orgulloso: era un profesional, sí señor, un auténtico profesional. Había disparado sin titubear, sin inmutarse. Y no le remordía la conciencia. A él sólo le remordía la conciencia cuando no hacía bien su trabajo. Y esta vez le había hecho muy bien, a pesar de ser un trabajo tan especial, un trabajo que sólo se puede hacer una vez en la vida. Un encargo es un encargo y un profesional que se precie no rechaza jamás un encargo. No, a él no le remordía la conciencia aunque acababa de liquidar a su propio padre. Todo un profesional.